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Cultura

Patrimonio robado: así llegaron a Francia manuscritos de El Escorial

En la actualidad, la Biblioteca Nacional de Francia sigue conservando manuscritos griegos arrancados del Monasterio por el helenista francés Emmanuel Miller

En la imagen se puede apreciar el destrozo causado por Miller en el manuscrito
En la imagen se puede apreciar el destrozo causado por Miller en el manuscritoPatrimonio Nacional

En el verano de 1843, mientras Espartero se disponía a partir para el exilio, un helenista francés, Emmanuel Miller (1812-1886), llegaba a Madrid con la misión de estudiar los manuscritos griegos de España. A propósito de esta encomienda del ministro francés de la Instrucción pública, Miller mencionaba expresamente que se produjo «durante la revolución que estalló en aquel momento en España», cuando efectivamente varias ciudades se rebelaron contra la Regencia del general. Nuestros vecinos franceses estaban sin duda bien informados de lo que sucedía en España por Louis Decazes, el futuro ministro de Asuntos Exteriores (1873-1877), que ese año hacía en Madrid las funciones de secretario de la embajada. Y este contexto histórico levanta sospechas sobre el mandato de Miller, quien quizá esperaba encontrar la oportunidad de llevarse sin más algunos manuscritos de vuelta a París. Sabemos de hecho que las colecciones de libros de El Escorial habían escapado al destino de muchas obras de arte expoliadas por los franceses. El mérito corresponde al arabista José Antonio Conde (1766-1820), paradójicamente un afrancesado que fue desterrado en 1813. Gracias a él, la biblioteca de Felipe II permaneció escondida en cajas en los pasadizos que unen el Palacio Real con el vecino monasterio de la Encarnación. Treinta años más tarde, mientras describía esos códices que habían vuelto a San Lorenzo, Miller cortó o arrancó grupos de folios y cuadernos de al menos cuatro manuscritos griegos y los incorporó a sus pertenencias. El 8 de febrero de 1897 fueron adquiridos por la Biblioteca Nacional de Francia, donde siguen estando.

Un millar de libros

Entonces como ahora, en las bibliotecas de nuestro país (nacionales, universitarias o capitulares) había un millar de libros escritos a mano en esa lengua. De todos ellos se había hecho inventario en un momento u otro de la historia, pero sólo de una parte de los manuscritos de la Biblioteca Nacional se había publicado un catálogo (por Juan de Iriarte en 1769). Es allí, en la Biblioteca entonces Real, donde comenzó su trabajo Miller, describiendo los manuscritos todavía no catalogados en una publicación de 1886 que siguió en poco a su muerte. Acabada la descripción de ese fondo, Miller se dirigió al monasterio de El Escorial y catalogó los manuscritos griegos durante unas pocas semanas, antes de volver precipitadamente a París por la muerte de su mentor, el marqués Agricol-Joseph de Fortia D’Urban. Dejaba así inacabada la tarea donde más interesante era, pues los manuscritos griegos de Salamanca, Toledo o Zaragoza siguieron siendo totalmente desconocidos para los helenistas de la época.

El catálogo de El Escorial sería publicado en 1848, con un prólogo en el que Miller menciona las circunstancias del trabajo de descripción y agradece en él a José de Quevedo su «colaboración indispensable». Quevedo era un monje jerónimo del Escorial, donde daba clases de griego y cuidaba de la biblioteca desde 1833. En 1847 fue nombrado primer bibliotecario de la misma por la Real Academia de la Historia. Desde 1835 la orden de los Jerónimos se había extinguido y resultaba más urgente que nunca que la reina Isabel II pusiera a alguien al frente de tan valioso patrimonio. Un memorial dirigido por Quevedo a la reina en 1856 para explicar su dimisión dibuja el panorama desolador de una biblioteca en la que los libros se regalaban y se prestaban por tiempo indefinido.

Fue, por tanto, bajo la supervisión de José de Quevedo como Miller pudo describir los manuscritos y robar los folios y cuadernos de algunos de ellos, cuyas obras de contenido militar o histórico le interesaban por estar inéditas. Si Quevedo lo sabía y miró para otro lado seguirá siendo una incógnita. Su ausencia fue detectada por los agustinos del Escorial que catalogaron de nuevo los códices en 1936 y 1965-67, Alejo Revilla y Gregorio de Andrés. También los catalogadores del fondo «Supplément grec» de la BnF en 1960 reconocían el origen de los manuscritos, cuya digitalización no ha sido puesta en línea en gallica.bnf.fr, sin duda por motivos de discreción, ya que casi todos los códices griegos lo están. En su catálogo de 1846, Miller tuvo el cinismo de escribir a propósito de esos manuscritos que los folios o cuadernos habían sido arrancados o faltaban; en algún caso, se limita a pasar «sous silence» la ausencia. Pero que fue él quien los robó es evidente gracias al propio inventario de sus manuscritos, preparado con ocasión de su venta en 1897.

En los últimos meses, gracias a un proyecto financiado con los fondos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, la colección de casi 600 manuscritos griegos del Escorial ha sido puesta en línea y está accesible para cualquier investigador o persona interesada que quiera contemplar sus tesoros en https://rbmecat.patrimonionacional.es. Es una oportunidad ineludible de poner en valor un patrimonio que en la azarosa historia de nuestro país ha estado con frecuencia en peligro: el peligro de la destrucción y el robo, pero también el del desconocimiento y la desidia. Las bibliotecas digitales en acceso abierto, reunidas en distintos portales nacionales del Ministerio de Cultura, las CCAA y otras instituciones como Patrimonio Nacional, de quien depende San Lorenzo de El Escorial, son una oportunidad única para despertar el interés de la ciudadanía por su historia y su patrimonio, obligar a nuestras autoridades no sólo a protegerlo y conservarlo en las mejores condiciones posibles, sino también a recuperarlo cuando se puede demostrar, como es el caso de Miller, que fue robado y vendido ilegalmente.

Los casos de Suecia y Dinamarca

La investigación sobre el robo de libros valiosos daría para más de un thriller histórico, en los que futuros Carvalhos y Montalbanos repararían con sus dotes de observación y deducción la falta de escrúpulos y la codicia de algunos eruditos. Sin necesidad de salir de la biblioteca del Escorial, podemos encontrar dos casos más de manuscritos griegos que acabaron en bibliotecas escandinavas.

La primera historia está protagonizada por Johann Gabriel Sparwenfeldt (o Sparvenfeldt, 1655-1727), que visitó nuestro país en 1689-90 para reunir materiales sobre los orígenes de la «nación sueca», que ya por entonces se identificaban con los del pueblo godo. En 1705 donó a la Academia Upsalense cinco manuscritos griegos, de los que tres proceden del Escorial, aunque están provistos de sendas notas indicando que fueron adquiridos en Valladolid, Toledo y Madrid en 1690. Todo apunta a que las notas mienten para ocultar el auténtico origen de los libros en la almoneda de don Gaspar de Haro y Guzmán, Marqués del Carpio y de Heliche o Liche (1629-1687). Sólo se puede especular sobre la razón por la que este sobrino-nieto del Conde-Duque de Olivares poseía estos manuscritos del Escorial (más adelante heredó la biblioteca de su tío que también acabó en el monasterio, pero ésa es otra historia): el marqués había tenido diversos conflictos con Felipe IV y, tras descubrirse que preparaba un atentado contra el rey, acabó en la cárcel. Cuando salió del presidio en 1668, fue nombrado alcaide de los Reales Bosques, cargo que le obligó a frecuentar las dehesas reales que se extienden hasta el monasterio de San Lorenzo.

La segunda historia nos lleva a los años 1780, cuando el filólogo y teólogo de origen alemán Daniel Gotthilf Moldenhawer (1753-1823) visitó España gracias a una ayuda del rey de Dinamarca. Aunque Moldenhawer no encontró los tesoros bíblicos que buscaba, parece claro que los viajes por España fueron beneficiosos para su carrera, ya que tras su vuelta a Copenhague fue Bibliotecario mayor de la Biblioteca Real de Dinamarca (1788-1823). Allí es donde se encuentran ahora tres fragmentos de manuscritos procedentes de El Escorial. Son folios sueltos o grupos de folios, algunos de gran antigüedad, aunque sin duda Moldenhawer no sabía datarlos, sino que los eligió por el contenido litúrgico o patrístico y por ser de pergamino. Arrancados de los libros a los que pertenecían, carecen de valor más allá del placer de su posesión fetichista y de su exhibición como expolios.

Inmaculada Pérez Martín es Investigadora del CSIC