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Pedro Luis de Gálvez, el último bohemio literario

Un libro reconstruye las andanzas del controvertido autor. El ensayo póstumo de Quico Rivas aporta la primera biografía completa de uno de los malditos de la literatura española
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  • Víctor Fernández está en LA RAZÓN desde que publicó su primer artículo en diciembre de 1999. Periodista cultural y otras cosas en forma de libro, como comisario de exposiciones o editor de Lorca, Dalí, Pla, Machado o Hernández.

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Una parte de nuestra cultura nació durante el siglo pasado en cafés y verbenas, entre tertulias y humo de cigarros, mientras se buscaban contratos para publicar un puñado de versos o se intentaba estrenar una obra de teatro. Por allí se pasearon grandes personajes, pero también secundarios de lujo. Pedro Luis de Gálvez fue uno de estos últimos y también es todavía hoy uno de los grandes malditos de la literatura española del siglo XX. Fue un buen poeta y un magnífico sablista que fascinó a algunos de sus contemporáneos, como Ramón del Valle-Inclán, Rafael Cansinos Assens, Guillaume Apollinaire o Ramón Gómez de la Serna, que le dedicó un fascinante retrato. Pero Gálvez era también un nombre que necesitaba una biografía a la altura de su aventura humana y literaria. Eso es lo que se encuentra el lector de «Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos», libro póstumo de Quico Rivas, editado por Zut y que ve la luz gracias al cuidado de Juan Bonilla.
La historia del manuscrito de esta obra está a la altura del mito de Gálvez. Durante años, Rivas aseguró que estaba trabajando en este ensayo, pero nunca llegó a la imprenta. Cada vez que el escritor presentaba el texto a un editor y cuando parecía que el libro iba a llegar a los lectores, lo retiraba para poder seguir trabajando en él. Durante años se creyó que ese trabajo había acabado consumido en un incendio en el domicilio de Rivas en Grazalema, por lo que se dio por perdido. Juan Bonilla localizó una copia del manuscrito en la librería de viejo Gulliver de Madrid gracias a los buenos oficios del propietario de la misma, Manuel Domínguez. Uno de los amigos de Rivas, Carlos García-Alix, tuvo la muy buena idea de fotocopiar el texto del autor en una de las ocasiones en la que visitó al editor.
A Rivas le había fascinado siempre la figura de Gálvez desde que lo descubrió en 1969, en la librería Al-Andalus de Sevilla, una pasión que compartió con Juan Manuel Bonet. Sin embargo, no se puso a trabajar en el personaje hasta lo que él mismo llamaba «las navidades negras» de 1992, cuando García-Alix preparaba un homenaje a Gómez de la Serna con motivo del treinta aniversario de su muerte. Con ese punto de partida, surge una indagación y una más que evidente identificación con el maldito.
Cansinos-Assens decía que Gálvez era «ulcerado y bueno», un lema que hizo suyo el interesado, quien había nacido en Málaga en 1882. Hampón, crápula, anarquista y sablista, era también un poeta capaz de conquistar paladares literarios tan exquisitos como el de Jorge Luis Borges quien sabía de memoria algunos de sus versos. Cabe añadir que el autor de «El Aleph» convirtió a Gálvez en el protagonista de su farragoso poema –como lo califica Rivas– «Insomnio»: «Pedro-Luis me confía: "Yo soy un hombre bueno, Jorge"./"Tú eres un hombre bueno, Jorge"... Ya se nos pasará tomando una tacita de café».
Gálvez era un ser complejo. A Cansinos le confesó, ya instalado como bohemio de tomo y lomo en Madrid, que «yo no bebo por vino, sino porque soy un desgraciado, un torturado y necesito la posca, ¡esa mixtura que los romanos le daban a los supliciados en la cruz! Yo, maestro, soy, como usted ha dicho tan admirablemente, ulcerado y bueno. Llevo en mi cuerpo las llagas de la Pasión del Poeta. Yo soy un Jesucristo tabernario. La gente me tiene por un hombre terrible; pero yo soy un místico, un enamorado de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, yo me sé de memoria versículos del Kempis. Yo debía haber sido un monje del Espino... pero la vida, la literatura, las mujeres...»
Generalísimo en Albania
Viviendo cada día como si fuera el último, se recorrió por Europa en 1913, en una curiosa excursión que lo llevó por Italia, Francia, Bélgica, Alemania y Albania donde llegó a ser nombrado generalísimo de su ejército. También tuvo tiempo para entrevistar a Juan Gris de quien, como dice Rivas, «no sabía si reírse o admirarlo», y a Marinetti, el padre del futurismo.
Por encima de todo, como reivindica su biógrafo, era un buen sonetista, algo que se fragua entre 1915 y 1920 gracias a sus colaboraciones en las páginas poéticas de revistas literarias. «Negro y azul» será el libro en el que aparezca lo mejor de esa producción poética, reivindicada en los últimos años por Pere Gimferrer, Francisco Umbral y Andrés Trapiello, entre otros autores.
Durante la Segunda República la sombra de Gálvez se desdibuja, aunque se sabe que el 6 de junio de 1931 fue el presentador en el Ateneo de Madrid de un acto del líder sindical Ángel Pestaña, algo que hizo porque, como él mismo dijo, «Unamuno, comprometido a presentarlo, no se hizo visible hasta mediada la conferencia... Hubo sus temores... en la calle demasiados obreros».
La guerra lo cambió todo. El mito de Gálvez toma unos tonos oscuros en los primeros días del Madrid bélico. Gómez de la Serna se asustó cuando lo vio desde uno de los veladores del Lyon d'Or, en la calle de Alcalá. En sus «Retratos contemporáneos escogidos», Ramón dejó anotado que vio a Pedro Luis de Gálvez «con un mono u overall de seda azul, al cinto dos pistolas y al hombro un máuser. Aquella noche decidí salir para América, pues al ver a Pedro Luis convertido en un hombre de acción, amparado por las circunstancias, me hizo pensar en lo que podría hacer si sentía sed de venganza».
Siguen existiendo numerosos mitos alrededor del papel de Gálvez tras el golpe militar de 1936. Unos hablan de su carácter violento, mientras que también se sabe que logró salvar del paredón al portero Ricardo Zamora y al escritor Ricardo León. Tras la victoria franquista, fue rápidamente detenido en Valencia. Juzgado y condenado a muerte, llegó a pensar que salvaría la vida. Como prueba en su defensa presentó una fotografía (la que ilustra este texto) donde se ve acompañado de sus hijos y con un crucifijo sobre el escritorio. La cortó por un extremo para no delatar a quien allí también aparecía: su mujer. Sin embargo, pese a los esfuerzos de algunos amigos, fue ejecutado el 30 de abril de 1940.Su mito aún pervive y ahora cobra más peso gracias al trabajo póstumo de Quico Rivas.

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