Portland

Phoenix, ahora contra el alcohol

El actor da vida al dibujante John Callahan en silla de ruedas y con problemas con la bebida, en la nueva cinta de Gus Van Sant, un filme muy menor dentro de su filmografía presentado en Berlín.

El actor Joaquin Phoenix, protagonista del nuevo filme de Gus Van Sant, ayer en la Berlinale
El actor Joaquin Phoenix, protagonista del nuevo filme de Gus Van Sant, ayer en la Berlinalelarazon

El actor da vida al dibujante John Callahan en silla de ruedas y con problemas con la bebida, en la nueva cinta de Gus Van Sant, un filme muy menor dentro de su filmografía presentado en Berlín.

Es bien conocida la fobia que Joaquin Phoenix siente hacia los actos públicos, sobre todo si tiene a la prensa pendiente de sus respuestas. Es el hombre, recordémoslo, que se inventó el personaje de un rapero para desaparecer por tiempo indefinido boicoteando la promoción de una de sus mejores películas, «Two Lovers». No debe sorprendernos, pues, su actitud cínica y displicente en la rueda de prensa de «Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot», la última película de Gus Van Sant, que se presentaba a concurso en la Berlinale. Incluso se le pudo ver a punto de echar una cabezadita. «Odio los festivales de cine», confesó. «Sin embargo, ayer noche estuve en una charla que Gus dio en Berlinale Talents, y cuando vi a todos esos jóvenes cineastas interesados en lo que decía, empecé a valorar los festivales». Después de contestar con monosílabos o reírse abiertamente de alguna de las preguntas de la Prensa, admitió: «Gus me dijo ayer que durante las entrevistas diga lo que quiera, que no tengo por qué responder a la pregunta que me han formulado. Gus lo hace de maravilla, necesito aprender de él».

Será que el director de «Elephant», indiscutible inventor de formas del cine contemporáneo, es más pragmático de lo que parece. Así lo demuestra en su nuevo filme, que adapta parte de la autobiografía del dibujante de viñetas cómicas John Callahan con la intención de reintegrarse en la industria después del estrepitoso fracaso de «The Sea of Trees». No es que «Don’t Worry...» sea un proyecto alimenticio. Aunque Robin Williams fue su instigador en los noventa, cuando compró los derechos de las memorias de Callahan, al que admiraba, para que Van Sant lo adaptara al cine con él como protagonista, el director de «Drugstore Cowboy» ha seguido trabajando en él durante años, después de la muerte de Williams y del propio Callahan, en 2010. La película –que se centra en el periodo en que el dibujante, que a los 21 se quedó parapléjico tras un accidente de coche, combate su adicción al alcohol y descubre la vocación que le hará famoso– es una obra muy menor dentro de la filmografía de Van Sant.

En los márgenes

Por un lado, está hecha de la materia prima que gusta en Hollywood. Un actor enorme interpretando a un discapacitado, el «biopic» de autosuperación y redención espiritual, el arte como antídoto del trauma... Por otro, también incorpora algunos rasgos típicos del cine de Van Sant: el amor por los personajes que se expresan desde los márgenes de la sociedad; la fraternidad masculina como vínculo que protege y asegura; y el regreso a Portland, ciudad en que creció y vivió, y que fue escenario de sus tres primeros filmes.

En un momento de la película en el que Callahan asiste a unas clases en la universidad, el profesor dice: «El oficio tiene que ver con la perfección, el arte con la expresión». Así las cosas, «Don’t Worry...» se revela como una cinta artesanal, humilde, pero que busca alicatar sus aristas, sobre un artista que vierte su pasión en su obra. El sarcasmo irreverente, tan propio de las viñetas de Callahan, es la vaselina que utiliza Van Sant para limar el sentimentalismo que aflora sin ambages en el último tercio de la cinta. Para el director de «Paranoid Park» es mucho más relevante que el dibujante sea alcohólico que parapléjico. De ahí que buena parte de la película pivote alrededor de la terapia de grupo de Alcohólicos Anónimos a la que asiste el protagonista, con sus rigurosos doce pasos. Por mucho que la estupenda interpretación de Jonah Hill, prácticamente irreconocible como conductor de las sesiones, y el humor que Phoenix imprime a su personaje aligeren el peso de estas secuencias, el proceso adquiere la forma de un molesto manual de autoayuda, donde la asunción de los traumas infantiles y la búsqueda del perdón curan heridas milagrosamente. Por suerte, hay una cierta vitalidad, una cierta frescura, en el modo en que Van Sant retrata esa redención, pero el resultado final no deja de ser un tanto decepcionante.

Lav Díaz, «solo» cuatro horas

Por otro lado, llegó el filipino Lav Diaz. Y eso son palabras mayores, al menos por lo que duran. Hace un par de años, paralizó la Berlinale con «A Lullaby to the Sorrowful Mystery», de ocho horas y media de metraje. Este año se ha conformado con las cuatro de «Season of the Devil». Diaz se ha autoadjudicado el papel de cronista histórico de su país, maltratado por la colonización y las sucesivas dictaduras que han silenciado la voluntad del pueblo. En esta ocasión, su «epic movie» se sitúa a finales de los setenta, cuando Ferdinand Marcos decidió armar a decenas de miles de civiles para combatir los que él consideraba enemigos comunistas.

La duración arqueológica de los planos, en riguroso y expresivo blanco y negro, transforma la experiencia del tiempo hasta que la experiencia de ver la película se convierte en una especie de trance. Atraviesan ese trance, en forma de fábula bella y siniestra, dictadores con doble cara, torturadores con el rostro quemado, militares sin escrúpulos, musas angélicas y un poeta que oficia de bardo del pueblo oprimido.

Menos impenetrable que «A Lullaby...», pero también menos emotiva que «A Woman Who Left», con la que ganó el León de Oro en Venecia 2016, la principal novedad de «Season of the Devil» es que sus diálogos están cantados a capella. No se trata, por supuesto, de hacer un musical, sino más bien su antídoto: casi ninguno de los actores sabe cantar, los temas se repiten, no hay baile. Es, en cierto modo, rebelarse desde el plano de las convenciones del género, añadir una capa más de sofisticado extrañamiento y reivindicar la auténtica voz de lo real, sin maquillajes. Dispositivo que no consigue neutralizar el ingenuo discurso político de la película, que debe de entroncar con formas del melodrama popular y del cuento épico filipinos que, posiblemente, un occidental no puede entender en toda su riqueza expresiva.