Piedad Bonnett: "Aceptar la propia enfermedad mental nunca es fácil"
Su nueva novela, «Donde nadie me espere», trata sobre la búsqueda personal cuando alguien siente que no encaja del todo en el mundo.
Su nueva novela, «Donde nadie me espere», trata sobre la búsqueda personal cuando alguien siente que no encaja del todo en el mundo.
Depués de «Lo que no tiene nombre», donde narraba el suicidio de su hijo Daniel fruto de la enfermedad mental que sufría, la escritora colombiana vuelve con «Donde nadie me espere» una novela sobre la redención y la búsqueda del lugar de uno mismo en el mundo.
–¿Quién es Gabriel, el protagonista de su nueva novela?
–Es una síntesis de muchachos que yo intuyo, que he conocido y también tiene una pequeñísima unión con mi hijo. Es lo que tal vez podía haber pasado y no sucedió en la historia de Daniel. Mis años en la universidad me hicieron ver a esos muchachos que están descentrados y que tienen miedo del futuro.
–¿Qué une a Daniel con Gabriel?
–Gabriel es mi hijo en un solo sentido, cuando en una crisis de su enfermedad mental dijo en un aeropuerto: «Papá, mamá, váyanse que me hago un indigente». Ahí entendí que eso puede ser así, que convertirse en un sin techo puede ser la renuncia por extenuación, cuando ya no se resiste el mundo y uno siente que no puede asumir responsabilidades y está la opción de dejarlo todo, pero a un precio altísimo, claro.
–¿Cuál es ese precio?
–Deshacerse de la sociedad que espera de uno un montón de cosas y terminas tratando de sobrevivir. Que es lo que hace mi personaje a partir de un momento.
-¿Ha tenido contacto con muchos indigentes para escribir la obra?
–Fueron brevísimos encuentros, porque no se trata de conversar con ellos, no puedes ir en plan piadoso a integrarles a la vida. Me han contado pequeñas historias, me he enterado de cosas alrededor de ellos, me impresiona mucho el indigente que va solo por la carretera.
–¿Qué es lo que más le inquieta de estas personas?
–Tú vas conduciendo y ves a un muchacho que anda, y algo te hace ver que no es un caminante, sino un ser humano que no sabe dónde va. Algo entrena el ojo para descubrir en las ciudades el que está en declive. Supe gracias a Paul Auster que en Nueva York, donde el exotismo es total y la diversidad está naturalizada, no hay neoyorkino que no vislumbre un rasgo de locura en alguien y no se aparte. Ese ser diferente me ha interesado siempre y aún más cuando mi hijo fue víctima de la enfermedad mental. Yo entendí que era eso.
–¿Algún encuentro destacable?
–Una vez iba por la calle, me encontré con uno, le di algo, le miré a los ojos y le dije: «Qué bonitos ojos tiene». Él se sintió muy desconcertado, me agradeció, siguió y me gritó: «Mona, algún día verá que ya no estoy en la calle». Es decir, su agradecimiento fue ese porque alguien le miró a los ojos y le dijo algo como ser humano. Me estremeció mucho esa experiencia.
–¿Hubiese preferido una historia así para su hijo?
–No, si algo le duele a una madre no es la muerte de un hijo, es su sufrimiento en la vida. Daniel siempre fue un muchacho interesado enormemente por la vida y por su oficio, atormentado por si iba a poder o no con ello. Lo peor que me hubiese podido pasar es que mi hijo renunciase a la vida, que se hubiese quedado vegetando o perdido en la ciudad y no volver a verle. Prefiero infinitamente más la muerte porque está a salvo.
–¿Se sintió alguna vez perdida como su personaje?
–Nunca. Yo fui educada para la disciplina, el trabajo, la responsabilidad, pero sí sentí una cosa igual que Gabriel y es que me tenía que levantar, que vestir, tenía que salir al mundo. Eso me pasó siendo profesora universitaria con veintipico años. Sufrí depresión, la única que he tenido y que duró 8 meses. Me costaba mucho la vida, entonces tengo también la experiencia de esa ansiedad y esa angustia.
–¿Qué cree que la salvó?
–La escritura. Yo estaba paralizada por las obligaciones, el estrés me llevó a la depresión. Fui a una psicóloga y empecé a comprender que mi existencia no la estaba manejando como quería, volví a escribir y me fui liberando.
–En un momento de la novela, Gabriel define la escritura como liberadora y opresiva...
–Así es. Es opresiva porque dedicarse a ser escritor es lo más raro que existe porque nadie te obliga a ello. Tú te impones una tarea y unos niveles, entonces todo en tu vida empieza a girar alrededor a ello. Jornadas de escritura de hasta seis horas completamente sumergida en eso. La vida se vuelve oprimente. El trabajo se vuelve obsesivo pero es una obsesión que le da sentido a tu vida.
–¿Y liberadora?
–Me parece más duro hacer un trabajo mecánico que no le da ningún sentido. Prefiero no recibir tanta seguridad y estar inmersa en un proyecto apasionante, donde todos los días te preguntas si lo estás haciendo bien y para dónde vas. Cada página te presenta unos retos distintos y todos los días debes medirte con eso.
–¿Qué le diría a las personas que sufren una enfermedad mental o a los familiares que les acompañan?
–A los jóvenes es más difícil, porque aceptar la propia enfermedad mental no es fácil y eso lo entendí con Daniel. A los padres les diría que no huyan de la realidad, que la enfrenten y la abracen mucho. Que miren cómo hacer de esa vida la mejor, porque no hay nadie más necesitado de una compañía respetuosa y distante.