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Polunin: París echa al «cisne negro»

A Sergei Polunin le vino a ver el Dios de Nijinski a los 23 años: en 2012, sin previo aviso y en la cúspide de su fama, abandonó su puesto como primera figura del Royal Ballet de Londres
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A Sergei Polunin le vino a ver el Dios de Nijinski a los 23 años: en 2012, sin previo aviso y en la cúspide de su fama, abandonó su puesto como primera figura del Royal Ballet de Londres.
«Yo quería seguir bailando, pero Dios me dijo: suficiente». En 1919, ante un auditorio de turistas y nobles en un hotel de St. Moritz, Vaslav Nijinski se despidió del ballet entre estertores e insultos que representaban los padecimientos de la guerra. Dios le había parado las piernas y, a cambio, le había mostrado que él mismo era Dios. El resto de sus días (tres décadas más) los pasó entre psiquiátricos. A Sergei Polunin le vino a ver el Dios de Nijinski a los 23 años: en 2012, sin previo aviso y en la cúspide de su fama (era «el nuevo Nureyev», el «James Dean de la danza»), abandonó su puesto como primera figura del Royal Ballet de Londres. Ya para entonces se sabía, dentro del mundillo, de sus crecientes escapadas discotequeras, de las casas de tatuaje y aquella puerta secreta por donde entraban los camellos al templo de la danza. «Sí, he bailado tras tomar cocaína», admitía en el documental «Dancer» (2016), el filme que relata su meteórica trayectoria desde un yermo ucraniano hasta el puesto de primer bailarín más joven de Londres.
Y entonces, como si Polunin quisiera alimentar su propio mito, o como si estuviera realmente loco, se bajó de las tablas y empezó a actuar de sí mismo en las redes sociales: la historia de un «enfant terrible» ucraniano pero pro-ruso, admirador de Putin hasta el extremo de tatuarse su cara en el pecho y declarar que «ojalá fuese el líder del mundo», defensor de Trump y azote de mujeres, homosexuales y hasta obesos. Un cóctel de drogas duras que le ganó la fama de desequilibrado y lo ha arrinconado al ballet moscovita. Y, en estas, llegó París. Un sorprendente (aunque no tanto) visto y no visto.
La misma semana en que se supo que la Ópera de París lo había invitado a representar el papel de Sigfrido en «El lago de los cisnes», la institución, acosada por viento duro de levante en Twitter, canceló la oferta. Las reprimendas vinieron incluso desde dentro: «¡Nuestra empresa defiende valores de respeto y tolerancia! Este hombre no tiene nada que ver con nosotros», clamó ayer Adrien Couvez, bailarín del Ballet de París. «Ya hay una bailarina sobre escena, no hay necesidad de dos. Los hombres deben ser hombres y las mujeres debe ser mujeres, es la razón por la que tienes huevos. Los hombres son lobos, leones, los líderes de la familia», son algunas de las declaraciones de Polunin que, mucho más recientes que las de Kevin Hart (ya saben, el presentador «interruptus» de los Oscar), lo han apeado de las tablas de París.
No consta que hayan salido muchos admiradores en su defensa; amedrentados, aguantarán que el chaparrón pase para admitir por lo bajini que una cosa es Polunin en internet y otra en «El lago de los cisnes», para lanzar la pregunta incómoda al aire: ¿hay que arrinconar a un genio en el arte por su postura heterodoxa y hasta ofensiva (pero no delictiva, ¡ojo!) ante el resto de las cosas? ¿Cuánto no hubieran pagado los admiradores retrospectivos de Nijinski por verlo sostenido en el aire una vez más, aunque fuese a costa de saber que adoraban los surcos en el aire de un loco? Polunin bien vale una tormenta, debió pensar la directora artística de la Ópera de París; al final le han hecho entender cómo funcionan realmente las cosas.