La pantomima del arte ecologista
Las obras comprometidas con el medio ambiente proliferan. ¿Mera casualidad o necesidad de trasladar un mensaje a la sociedad? Olafur Eliasson, Mel Chin y Julian Oliver han trasladado su preocupación a sus trabajos
Las obras comprometidas con el medio ambiente proliferan. ¿Mera casualidad o necesidad de trasladar un mensaje a la sociedad? Olafur Eliasson, Mel Chin y Julian Oliver han trasladado su preocupación a sus trabajos
La pertinencia de esta interrogante –tan absoluta, tan gigante y quizá tan tendenciosa– se explica por la proliferación durante los últimos tiempos de artistas entregados a una labor activista que tiene por objeto concienciar a la ciudadanía sobre la profunda y dramática huella de la humanidad en la salud del planeta. Durante la actual edición del festival internacional de Manchester, por ejemplo, Julian Oliver participa con una instalación en la que suena una campana cada vez que una especie desaparece –lo cual ocurre cada 19 minutos. Asimismo, el artista Mel Chin ha creado una app que, bajo el nombre de «Unmoored», recrea mediante realidad aumentada un lugar tan emblemático como Times Square anegado por el agua. Y hace unos meses, Olafur Eliason instaló en diferentes zonas de Londres bloques de hielo traídos desde Groelandia para concienciar, a través de su deshielo, sobre el calentamiento global. El arte, a tenor de estos ejemplos, parece más comprometido que nunca con los estragos mediambientales causados por el ser humano. Las cuestiones suscitadas por esta proliferación de piezas artísticas comprometidas son diversas: ¿Resultan efectivas a la hora de trasladar su mensaje a la sociedad? ¿Son consecuencia del oportunismo que, por desgracia, afecta muchas veces a un sector como el artístico, ávido de tratar cuestiones globales a fin de obtener visibilidad y salir así de su realidad endogámica? ¿Es esta tendencia ecológica algo nuevo en el mundo del arte?
Antes de responder a estas preguntas candentes conviene echar la vista atrás con el propósito de rastrear cuál ha sido el comportamiento del arte durante las últimas décadas en relación a todas aquellas cuestiones concernientes al medioambiente. Y lo cierto es que, cuando se revisa lo sucedido desde los años 60 hasta el presente, la casuística no favorece precisamente un diagnóstico indulgente sobre las prácticas artísticas. Frente a la urgencia ecologista que los artistas actuales parecen mostrar, sus predecesores más inmediatos han evidenciado un espíritu de continua agresión contra el mundo animal que llega a sobrecoger. Los accionistas vieneses, por ejemplo, no tuvieron reparo en abrir en canal a corderos, bueyes y vacas durante sus performances y en utilizar su sangre y vísceras como material plástico privilegiado. En el contexto latinoamericano, autores como Cildo Meireles, Alejandro Jodorowsky, Raphael Montañez Ortiz o Ana Mendieta, quemaron y sacrificaron sin pudor a gallinas y ratas.
En Estados Unidos, igualmente, Kim Jones, excombatiente en Vietnam, realizó en 1977, en el campus de la University of California, una de las performances más estremecedoras que se recuerda: «Rat Piece». Con el objetivo de dar rienda suelta al trauma que le acongojaba, Jones colocó, ante los ojos de unos atónitos espectadores, una jaula con tres ratas encerradas. A continuación les prendió fuego y sumó al grito desgarrador de los roedores el suyo propio. Jones fue sentenciado a dos años de servicios sociales por maltrato animal. Más recientemente, el arte chino ha conocido episodios salvajes de violencia contra los animales, los cuales han sido sacrificados, golpeados vehementemente hasta morir, sometidos a un estrés insoportable. En suma, si hubiera que dictar un veredicto sobre el comportamiento del arte con el mundo animal, éste no sería otro que el de culpable. Una culpabilidad sin atenuantes sobre la que se ha erigido buena parte de las experiencias vanguardistas durante las últimas décadas.
El mundo artístico tiene, en este sentido, muchos pecados que purgar, y muchas vergüenzas que esconder. La libertad con la que muchos de sus protagonistas han actuado, arrogándose el derecho de maltratar a los animales con fines artísticos, se ha traducido en algunas de los episodios más oscuros e indignos de la praxis artística contemporánea.
Creer que el arte puede agitar la conciencia social es cuanto menos una utopía que raya en lo naïf. ¿Qué capacidad tienen los artistas de trascender el estrecho perímetro del sector en el que operan y hacer llegar sus obras a un amplio espectro de población? Ninguna. Ni siquiera los medios de comunicación o las redes sociales han conseguido corregir los comportamientos globales de la ciudadanía. Tampoco los líderes de las principales naciones del planeta han logrado implementar medidas que se constaten como objetivamente eficaces.
Evidentemente, entre provocar un holocausto animal o avisar cada vez que una especie desaparece, es por completo preferible que el arte muestre convicciones éticas y que se esmere por lanzar mensajes de concienciación. Pero la eficacia de estas estrategias es muy limitada. Cualquier espectador que utilice la app de Mel Chin no se aterrará ante la visión de Times Square inundada de agua y desolada. Decenas de películas han mostrado durante los últimos años una imagen distópica del planeta, y, a lo sumo, lo único que han logrado es introducir al espectador en un torbellino de acción y tensión. Para la mayoría de los usuarios, la obra de realidad aumentada de Mel Chin no pasará de ser otra escena espectacular, quizás menos efectiva que una película de catástrofes interpretada por Bruce Willis.
Rebajar el efecto contaminante
Mención aparte merece el conjunto de motivaciones que mueven a los artistas a tratar cuestiones como la medioambiental ¿Se trata de un compromiso sincero o, más bien, el resultado de un oportunismo que busca un mejor posicionamiento de mercado? Hay, por supuesto, de todo: quienes se valen del medio artístico para reflexionar sobre una problemática que la llevan tatuada en el tuétano y quienes han descubierto en la crisis medioambiental un filón para tener acceso a instituciones y demás espacios de lo políticamente correcto. Como ha sucedido con el llamado «arte político» –convertido, en ocasiones, en un patético genero comercial para blanquear malas conciencias y ganar mucha pasta–, el «arte ecológico» ha derivado en gestos superficiales e impostados que tienen más de marketing que de toma de posición responsable. Para empezar, casi ninguna institución artística del mundo ha adaptado sus instalaciones a protocolos que rebajen el efecto contaminador de su funcionamiento diario. Es más, muchas de ellas se nutren de patrocinios provenientes de empresas petrolíferas o farmacéuticas que utilizan el arte para dulcificar su imagen. Incluso, hay artistas que, entre su discurso y los hechos concretos, se pierden en el abismo de sus propias contradicciones. Un caso clásico es de la británica Rachel Whiteread: en 2005, instaló en la emblemática Sala de Turbinas de la Tate Modern 14.000 cajas blancas que, yuxtapuestas, configuraban un paisaje glaciar. El mensaje lanzado por la autora de «House» era explícito: detengamos el calentamiento global y el deshielo de los polos. Sin embargo, el material utilizado para la confección de cada caja –el polietileno- es altamente contaminante. Contradicciones –repetimos una vez más– que ponen bajo sospecha la supuesta ética del discurso artístico.