Pura barbarie
Primero en 1993, y luego en 2006, el artista italiano Pierre Pinoncelli se orinó y a continuación se ensañó a martillazos contra la Fontana, el célebre «ready-made» de Marcel Duchamp. El pasado 7 de octubre, en la Tate Modern, Wlodzimierz Umaniec, un joven polaco de 26 años, sacó un pincel y pintura negra y escribió su nombre y la leyenda «una posible pieza de amarillismo» sobre un Rothko valorado en 62 millones de euros. Durante la pasada semana se ha conocido el caso repugnante del artista sueco Carl Michael von Hausswolff, quien en 1989 visitó el campo de concentración de Majdanek y robó algunas de las cenizas de las víctimas que murieron allí. Hace un par de años se decidió a utilizarlas y las mezcló con agua y pintura para la realización de una obra.
Sólo tres ejemplos bastan para ilustrar el contexto de impunidad en que el arte contemporáneo se ha recluido, en su intento mezquino por desafiar cualquier limitación legal de sus acciones. Algunos artistas confunden la amplitud de pregorrativas que conceden las modalidades más extremas de la práctica artística con un gracioso indulto para saltarse la ley cada vez que les venga en gana. El problema del arte contemporáneo es que está contaminado con gamberretes aplaudidos entre bambalinas por una crítica que confunde el deber de la transgresión con la idiocia más insensata. Nadie se atreverá a defender acciones como las protagonizas por los tres vándalos arriba mencionados, pero eso no significa, no obstante, que, de una manera más reservada, o incluso a resultas de un cómplice silencio, se esté dando alas a la evidente deriva hacia la delincuencia en la que el arte contemporáneo se halla envuelto durante las dos últimas décadas. Lo querrán llamar activismo, pero, en realidad, se trata de pura barbarie apenas disimulada por una ausencia clamorosa de ética y responsabilidad.