Lo que enseñan los gladiadores a la política del siglo XXI: fango, pan y circo
El historiador Jerry Toner arroja luz en un ensayo sobre el curioso fenómeno de los campeones del pueblo justo cuando el Imperio Romano comenzaba a dar sus primeros signos de agotamiento durante el gobierno de Cómodo
Madrid Creada:
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A finales del siglo II de nuestra era, el Imperio Romano estaba en su máximo esplendor y, a la vez, estaba dando singulares muestras de agotamiento. El punto de inflexión es, sin duda, el que media entre el reinado de Marco Aurelio, el emperador filósofo, y el de su hijo Cómodo, el emperador gladiador, una transición excepcional en el trono entre padre e hijo biológico que, además, fue altamente simbólica de un momento de cambio. Quiere la tradición que Marco fuera el último de los grandes príncipes, oriundo de una familia hispana, como sucedía con Trajano o Adriano, sus antecesores, y el último gran personaje que, además, nos dejó el legado imprescindible de sus famosas «Meditaciones», diario de anotaciones íntimas marcado por el pensamiento estoico.
Entre el emperador filósofo y su hijo, Cómodo, conocido por ser un maníaco obsesionado por los juegos del circo y del anfiteatro, que peleó a muerte con gladiadores y con fieras en la arena, media todo el esplendor y la miseria de este cambio de época hacia la decadencia del mundo romano: no tanto en lo material –aunque ya se empieza a avistar con una incipiente crisis económica, con las epidemias y la presión de los pueblos externos en las fronteras del imperio–, sino, sobre todo, desde el punto de vista moral, con el paso del otium filosófico, tanto del gobernante como del ciudadano de bien, al vulgar y brutal entretenimiento de los juegos de masas. Ahora, a la muy simbólica obsesión de Cómodo, entre otros emperadores, por el circo y los juegos –hasta el punto de que él mismo luchó como gladiador– y a la relevancia política y cultural de estos se dedica un estupendo libro del clasicista británico Jerry Toner, «El día que el emperador mató un rinoceronte» (Siruela), que da pie a parte de estas reflexiones.
Y es que pocos otros lugares en la historia de Roma como el circo permiten tomar el pulso a la sociedad y a la política. Un fenómeno lejos de toda comparación con nuestro mundo actual: las carreras del circo y los juegos gladiatorios del anfiteatro, los combates de bestias y seres humanos o los ajusticiamientos terroríficos de criminales –entre los que se contaban muchos cristianos, concebidos como enemigos del Estado romano– constituyen ya momentos arquetípicos de la historia romana. Se ha escrito mucho sobre la conexión entre el poder romano desde esta época y el pueblo a través de los juegos como catalizador de las relaciones entre los gobernantes y los gobernados. Ahí se establecía el código y la propaganda, las vías de acceso directo del pueblo, sus quejas y también las dádivas del poderoso, que se manifestaban en el famoso dicho «Panem et circenses»: por cierto, expresión que da título a un excelente libro de David Álvarez Jiménez (Alianza, 2018), colaborador de este diario, que ofrece un repaso a la historia de Roma a través de la experiencia del circo. Obviamente esto es más relevante que nunca en la época en la que empiezan las turbaciones sociales, políticas o militares que, a partir sobre todo del siglo III, van a cambiar la faz del mundo romano para siempre: en el IV, con el auge del cristianismo como religión de Estado, desde Constantino, pero sobre todo desde Teodosio, se matizará mucho la historia sobre la relación del emperador con el circo. Sin embargo, en el posterior mundo bizantino seguirá siendo un momento clave de la fenomenología del poder no tanto ya por los juegos gladiatorios, que el cristianismo va desactivando poco a poco hasta su total erradicación, cuanto por las carreras de caballos, que todavía serán un elemento emblemático en el mundo bizantino, con sus colores y matices políticos y religiosos, como cuenta el imprescindible Alan Cameron en su «Circus Factions» (1976).
Muy otro era el mundo de los gladiadores, un espectáculo que a nuestros ojos –y de algunos filósofos romanos también– se antoja cruel y aberrante. Pero compartía con el circo algunos aspectos interesantes que tocan el deporte de masas moderno, como el fútbol. Desde luego que estaba muy lejos todo eso del atletismo griego, imbuido por valores morales que venían de la vieja épica de Homero y fomentaban la excelencia del cuerpo, y de las competiciones que imitaban las «aristías» de los héroes de la «Ilíada» e inspiraban a los aristócratas griegos en el ideario de la excelencia del cuerpo, con la gimnasia, y el espíritu, con las artes de las musas. Pero la lucha de los gladiadores-esclavos comparte con el atletismo antiguo, las carreras del circo y con el deporte de masas moderno la veneración que sentía el público por estos luchadores, que eran encumbrados a una popularidad inmensa, pues se les dedicaban composiciones literarias, estatuas y sobre todo el amor de toda la población, incluido el deseo erótico. El tema ha sido muy bien resumido por Amparo Mateu Donet en su compendio introductorio «Gladiadores» (Alianza, 2021). El uso de animales salvajes y exóticos en las luchas, tanto para el combate como para la ejecución de prisioneros, es otro aspecto fascinante que merece la pena recordar. Si el libro de Jerry Toner toma el hilo conductor del episodio célebre en el que Cómodo mató a un rinoceronte en el Coliseo, también se ha estudiado bien cómo se importaban a Roma estas bestias de lugares lejanos para el deleite del pueblo, como hace por ejemplo de forma espléndida María Engracia Muñoz Santos en «Animales in harena» (Confluencias, 2017), un tema que, en conjunto con los juegos de gladiadores, ha explorado en profundidad en su libro más reciente titulado «Gladiadores, fieras, carros y otros espectáculos en la antigua Roma» (Síntesis, 2022).
Lo que más me llama la atención del libro de Toner, que está escrito de forma apasionante y se lee, durante sus cincuenta primeras páginas, casi como una novela, es el peso sociopolítico y cultural del circo romano y el cambio que supone con respecto a lo anterior. En cuanto a la utilización política solo debemos recordar que hoy hablamos de la «arena pública» para hablar de la política. Para los ciudadanos de una democracia «a la griega» sería impensable hablar de «arena» en vez de «ágora» y, sin embargo, el mundo romano lo cambia todo; irónicamente, nuestros parlamentarios de hoy se pueden comparar con gladiadores luchando entre fango y arena...
Cómodo es, sin duda, un precursor ominoso. Los espíritus más delicados en Roma aborrecían a dicho entretenimiento que, sin embargo, cautivará a este emperador y que fue utilizado por muchos otros, como Nerón, para tener contenta y controlada a la población. «Pan y circo» era lo que pedía el pueblo en un ocio de masas que se alejaba mucho del ideal clásico romano, de la República tardía, del «otium cum dignitate» ciceroniano. Curioso cómo hemos heredado hoy, ya pervertida, la palabra romana para «tiempo libre» (otium) y también su negación, que es el negocio (nec-otium).
Para reparar en lo que quería decir ese «ocio de bien» de Cicerón o Séneca hay que recordar que traslada lo que para los griegos era el ocio, que se decía «scholé» –que, a través del latín, da en castellano «escuela»–, frente al trabajo, que es la «ascholía» (el «no-ocio», también): el ocio del ciudadano de bien es un espacio de cultura y educación –evocado en el Renacimiento por la «Escuela de Atenas» de Rafael–, es decir, la reunión de maestros y discípulos en torno a las artes de las musas o la escritura tranquila de un Cicerón, un Séneca o un Marco Aurelio.¡Qué lejos del ocio de masas brutal que va a promover el cambio de régimen y que se ve en las locuras de Cómodo, y otros emperadores, que glosa el libro de Toner! En parte lo hemos heredado...
El populismo de este ocio es evidente y fue usado por los emperadores con peor fama en las fuentes históricas posteriores, mayoritariamente compiladas por autores del orden senatorial. Pues es claro que tanto Cómodo como Nerón se dedicaron a denigrar al Senado y a ganarse el favor del pueblo –en una época en la que ya no podía ejercer participación política alguna– a través de los juegos del circo. La experiencia grecorromana, en la política y la cultura, en todo caso, nos interesa siempre al compararla con el devenir histórico de las actitudes públicas sobre la ética. Y este libro ejemplar permite ahora repensar nuevamente el peso de los juegos de masas en el cambio histórico del mundo romano del siglo II y, también de paso, reflexionar sobre sus reflejos posteriores hasta llegar a nuestros días.