Crítica de cine

«Rebelde entre el centeno»: Elogio del misántropo

La Razón
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Dirección y guión: Danny Strong, sobre el libro de Kenneth Slawenski. Intérpretes: Nicholas Hoult, Kevin Spacey, Hope Davis. EE UU, 2017. Duración: 106 minutos. «Biopic».

Uno de los múltiples testimonios que recoge «Salinger», la polifónica biografía no autorizada del autor de «Franny y Zooey», dice: «Los libros de Salinger son, en cierta forma descabellada, cartas de amor a gente a la que en realidad él no querría conocer». Hay solo un momento de «Rebelde entre el centeno» que se atreve a ilustrar la misantropía del genio literario de manera tan sintética y devastadora como lo hacen esas palabras: a saber, en el encuentro, en las calles de Nueva York, entre Salinger y uno de los fans de su justamente célebre primera novela. Lo que más le perturba no es la fama sino que alguien (un desconocido, un loco) intente apropiarse de Holden Caulfield, aquel adolescente que odia porque quiere que le quieran, sin entender que ese personaje «bigger than life» solo le pertenece a él. El principal defecto del educado, convencional «biopic» de Danny Strong es que parece concebido para encerrar a Salinger en la cárcel del «escritor atormentado» saltando por encima de sus zonas más siniestras como si fueran campos de minas. Es el «biopic» de un fan que Salinger no querría conocer. Es imposible creerse al estólido Nicholas Hoult como alguien que revolucionó la literatura norteamericana del siglo XX con la novela más vital y triste sobre el «angst» de la posguerra. Su torpe interpretación camina acorde con una dirección que, con prisa por acabar, acumula frases lapidarias, incidentes traumáticos y citas decisivas sin que medie el tiempo suficiente para que el espectador entienda el proceso psicológico de tan insigne biografiado, más allá de que sus citas con un gurú budista le impulsaron a redactar «El guardián entre el centeno» y a convertirse en un anacoreta, que odiaba la idea de ser publicado pero que seguía escribiendo como un cura rezando el ángelus. Es hasta cierto punto imperdonable que, tópico tras tópico, el filme no sepa superar la complejidad de su protagonista: haciendo de la literatura su religión –una religión que no pide nada a cambio, a costa de sacrificar toda empatía con su entorno– diviniza a Salinger sin cuestionarlo; es decir, sin sugerir que esa decisión podía significar la sublimación de un ego que, inseguro, no soportaba el escrutinio de los demás o la firme conciencia de firmar el contrato indefinido con una fama eterna como una roca. La oscuridad de su retiro queda relegada a unos rótulos informativos tan pulcros, tan reverenciales, como el resto de metraje. Es una pena, porque da la impresión de que la auténtica película empieza ahí, lejos del mundanal ruido.

LO MEJOR

El encuentro entre Salinger y un fan de «El guardián entre el centeno» en las calles de Nueva York

LO PEOR

Haber descartado hacer un «biopic» basado en su época de ermitaño