Sabina esquiva el miedo escénico
Sabina cumplió con su segunda noche en Madrid. Y nos dieron las diez, y las once, y más de las doce, porque el autor de «Física y química» se empleó a fondo, como queriendo dejar en anécdota lo del ataque de pánico escénico del sábado. Se había hablado mucho en estos días pasados, y todavía era tema de conversación cuando el publico no había ocupado sus asientos en el Palacio de los Deportes, de lo del «Pastora Soler». En el ambiente estaba la incógnita de lo que podría pasar, o no; de si habría ‘espantá’, indisposición, malestar, nervios, ansiedad o lo que fuera. Pero esta vez se cumplió el guión canalla de casi siempre, si acaso con redoblada complicidad con sus músicos, más guiños y más sonrisas, sin esa parálisis que sí se detectó en algunos minutos de la actuación del sábado y que acabó por precipitar su final, con llanto contenido y división de opiniones en las gradas.
Superado el trance, las 14.000 personas que llenaban el Palacio respondieron con ovaciones cerradas. Especialmente prolongada la del principio, pero también luego en repetidas ocasiones, celebrando las canciones y también esos relatos con que Sabina jalonó estas más de dos horas, recreándose en su propia vida y obra. El divorcio, si es que existió de verdad más allá del calentón, dejó paso al idilio, con los quince años de «19 días y 500 noches» como excusa principal para regresar a los escenarios. Entre whiskies y cierto recelo, explicó, se fue convenciendo de que no era tan mala idea, retomando ese disco que fue el último verano de su juventud. Luego, prosiguió, llegó el ictus. Y más: «Dejé los bares de madrugada y empecé a dormir cada noche, abandoné determinadas sustancias no muy recomendables para la juventud y como entre los músicos corrían muchas drogas, me fui con los poetas, pero eran muy borrachos», contó el compositor e intérprete jienense.
Traje verde y bombín negro, atacó su repertorio con las grietas conocidas en su voz, buscando las pausas, pero sin maquillaje alguno, que a estas alturas no tendría sentido. Pidió perdón por la tristeza en «A mis cuarenta y diez», cantó a las noches perdidas y tuvo tiempo también para acordarse de compañeros de fatigas presentes en esta significativa noche, entre ellos Joan Manuel Serrat, Víctor Manuel, Ana Belén, Alejo Stivel o Jorge Drexler, para introducir así una versión libre de Bob Dylan y ponerse poco más tarde en modo trovador, con ese cierto punto cabaretero que siempre ha estado en su obra, picando en la rumba, la copla, las rancheras de Chavela Vargas o el rock’n’roll de corte genuinamente sabinero. Porque hubo un momento en su trayectoria en que pasó de las barbas de La Mandrágora a la chupa de cuero, buscando para la ocasión la voz del que fuera guitarrista de Alarma, Jaime Asús, igual que luego hizo con Pancho Varona en la afilada «Conductores suicidas».
Discurría el concierto sin sobresaltos, con la convicción entre sus fieles de que el de Úbeda no se había marchado, recogiendo aplausos y hasta ejerciendo como maestro de ceremonias para un chico que pidió matrimonio a su novia. Ella dijo sí, para no estropear la escena, cuando el reloj se acercaba a la hora del abrupto final del pasado sábado, tras cinco años sin actuar en solitario en Madrid. Pero la aguja pasó de largo, se retiró el jienense y volvió pronto, sin dar lugar a que resucitaran los murmullos. Llegaron los bises perdidos de entonces, con «Princesa» y «Contigo» como cabezas de cartel. Se marchó de nuevo y volvió dejándose querer y alargando el tiempo extra, con una generosa prórroga en la que cayeron, entre otras, «Damas de noche» o «Y morirme contigo si me matas», aunque esta vez no hubo que lamentar víctimas: Sabina salió ileso de eso que el otro día fue pánico escénico.