Salgado: «He conocido el paraíso»
Tras décadas inmortalizando al ser humano en condiciones extremas en proyectos como «Éxodos», ahora fija su objetivo en la naturaleza
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Apenas parpadea. Quizá porque Sebastião Salgado (Minas Gerais (Brasil, 1944) no mira, enfoca. Sus cejas salvajes anticipan unos ojos que intentan conservar la mirada virgen, algo que no debe ser sencillo después de que ésta se haya enturbiado durante décadas mostrando los aspectos más ingratos de la condición humana en algunos de sus trabajos como «Trabajadores» y «Éxodos». De Salgado –premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1998– se ha dicho todo y casi todo bien, salvo aquella tarascada que tuvo a principios de 2000 con algunos periodistas de «The New York Times» y la escritora y ensayista Susan Sontag, que le acusaron poco menos que de lucrarse de la pobreza de los otros. Ajeno a aquel desdén –han pasado muchos años y muchas fotografías desde entonces–, Salgado está estos días en España para presentar «Génesis», un proyecto que ha vivido como una catarsis y que se inaugura hoy en CaixaForum Madrid. Son 245 instantáneas en blanco y negro fruto de ocho años recorriendo los lugares más inmaculados del planeta en las islas Galápagos, la Antártida, Madagascar, el parque de Virgunga, el vértice natural de la triple frontera entre Congo, Ruanda y Uganda, la meseta del Colorado y el Amazonas, a la que siempre regresa.
–Al ver la exposición no puedo por menos que ponerle un adjetivo: grandiosidad. De la Tierra, la naturaleza...
–Sí, puede valer para valorar el resultado. Pero en el principio estuvo la curiosidad. No me planteé este proyecto ni como un ecologista militante, un periodista o un antropólogo. Simplemente quería volver espiritualmente a este planeta, pues materialmente es difícil que regresemos alguna vez, ya que mucha parte de él ha sido destruido. Tras la reconstrucción de una foresta en la hacienda de mi papá, en la que plantamos más de dos millones de árboles quería seguir ligado a la naturaleza.
–Durante ocho años ha visitado lugares a los que es muy difícil acceder.
–Ésa es la suerte que tienen. El 46 por ciento del planeta está protegido. Son lugares inaccesibles porque se vive en temperaturas extremas. Pasé una media de dos meses en cada lugar, un total de 64 meses en ocho años. Físicamente no ha sido muy sencillo porque ya soy viejito, tengo 70 años. Caminé mucho –en el norte de Etiopía, anduve 850 kilómetros a pie–, dormía en cualquier sitio. No lo cuento como una heroicidad o un sacrificio. Sentí un placer inmenso al mirar lo que tenía delante: un árbol, una montaña, una hoja, una tortuga, un paisaje... ¡No sé por qué a eso se le llama fotografiar naturaleza muerta, está más viva que yo y, algunas, son apenas unas recién nacidas! He caminado y fotografiado las rocas más viejas del mundo, pero también algunas que eran unos bebés. Tenían un día de existencia, se pegaba el caucho de mis zapatos a su superficie, podía sentir su olor, se hundían... ¡Manifestaban su existencia!
–Por lo que cuenta ha tenido una relación orgánica.
–Ha sido una fusión total del hombre con la naturaleza. Recuerdo unas fotografías que hice en el Congo de unas formas increíbles de roca volcánica. Su erupción llegó a un bananal, lo arrasó pero su magma se amoldó a las formas de los bananos y así se quedaron, se fundió la lava con el árbol. He visto carreteras hechas con las pezuñas de los burros y por los pies de los hombres. Ahí están sus señales en la tierra, como si fuesen todo uno. La verdad es que ha sido un viaje tanto físico como espiritual.
–¿Se ha desintoxicado de la ciudad?
–Eso sólo para empezar. En Madrid, Sao Paulo, Nueva York muchos tienen un concepto utilitario de la naturaleza. Es muy habitual decir, «me marcho el fin de semana al campo o la playa a desconectar». Bueno, yo creo más bien que hay que irse a conectar: con uno mismo, con el entorno.
–Habla idílicamente de los lugares que ha visitado. Lo que no sé es si se quedaría a vivir en algunos de ellos.
–Sí, claro. Yo ya puedo decir que he conocido el paraíso. En los bosques, con un grupo de indígenas en un lugar remoto. ¡Ay, los indígenas! Tienen una gran belleza. Y salud. No es que formen parte de la naturaleza, es que son la naturaleza. Sus cuerpos son como los árboles. Sus cuerpos se gastan porque se usan pero es un desgaste natural, no adulterado por las prisas o el estrés. Eso es vida. La nuestra... no sé. Acumulamos tantas cosas: preocupaciones, obligaciones, deberes, preocupaciones por el pasado o por el futuro que no vivimos una vida, vivimos una acumulación de problemas que intentamos resolver mientras nos consumimos. Si no estamos comprometidos con nuestra vida, ¿cómo nos vamos a comprometer con nuestro entorno? Mire, uno de los problemas que tenemos en la actualidad es que los niños tienen una nula relación con los animales, y no me refiero a los de compañía. ¿Usted ve normal que los niños ni siquiera conozcan una gallina? Estoy convencido de que algún día el planeta nos va a echar. Por una razón muy simple: porque cada vez estamos menos preparados para vivir en él, en las ciudades sí, pero, ¿y en la naturaleza?
–No sé si vive sus proyectos como una aventura.
–Ni tengo vocación de aventurero ni se conciben así. Lo que siempre he pretendido es retratar la realidad y contar con el suficiente tiempo para hacerlo. Sí que es verdad que nunca he terminado mis proyectos igual que los he empezado. Para mí, el viaje exterior está muy ligado al viaje interior. Si no, la verdad es que no tendría ningún sentido.
–Lo que supongo es que su trabajo tiene mucho que ver con sus raíces.
–Como le sucede a todo al mundo, tus raíces te condicionan. A veces para bien y otras justo para lo contrario. He nacido en Brasil, un país de enormes contrastes y también de muchas desigualdades. Eso lo he vivido desde pequeño e inevitablemente se refleja en mis fotografías.
–¿Se siente prisionero de su fama, de su prestigio?
–Sería un cínico si dijese que sí porque hago lo que quiero y vivo de ello. Algunos dicen que tengo delirios de grandeza, pero es que nací en un país inmenso. Además, afortunadamente, a los lugares que voy nadie me conoce por referencias. Sólo puede que se impresionen por mi presencia porque soy el primer hombre blanco que ven en décadas.
–Y surge la desconfianza.
–Según, pero es cierto que entre las poblaciones indígenas de Iberoamérica no tenemos buena fama, y con razón. Hay que hablar mucho con ellos y después convivir un largo tiempo para poder fotografiarlos, algo que me parece lógico. A fin de cuentas entras en su intimidad.
–Parece un Livingstone moderno.
–Bueno, ahora casi todo está descubierto. Lo que ocurre es que merece ser redescubierto.
–¿Alguna vez ha apartado el objetivo de una imagen?
–Alguna vez, más de las que me hubiese gustado. Cuando estaba inmerso en «Trabajadores» y «Éxodos» muchas veces dejé la cámara en el suelo porque estaba llorando. Ni me vanaglorio ni quiero que me admiren por ello, pero ocurrió. Creo que muchos hubiesen reaccionado igual. Por eso para mí «Génesis» es un placer. La fotografía es vida, es mi vida.