"Saltburn", la película de la que todo el mundo habla: los ricos también mueren
Algunas provocativas escenas presentes en el último trabajo de Emerald Fennell y protagonizadas por Barry Keoghan y Jacob Elordi se han convertido de manera automática en tendencia tras su estreno en Amazon Prime
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En pocos meses, «Saltburn» se ha convertido en la película de moda. Lo que antes, en los tiempos del cine en el cine, se denominaba «sleeper»: un filme del que nadie esperaba tanto éxito y repercusión pero que, a la chita callando, se transforma en fenómeno. Una desequilibrada combinación de comedia negra, intriga psicológica y retrato de costumbres se ha apoderado de la imaginación de los espectadores, mientras las costums de sus protagonistas, su vestuario exquisitamente casual, lo ha hecho de todas las revistas de moda y estilo. Por otro lado, una historia notablemente amoral, sin personajes positivos, que se burla de las clases altas, sí, pero sin que su protagonista de clase media sea precisamente un ejemplo a seguir, viene a demostrar que nada es tan agradecido como un cuento de hadas donde las hadas no existen salvo, quizá, como grotescos personajes disfrazados en una siniestra mascarada shakespeariana.
El imaginario del siglo XXI ha recuperado con energía el arquetipo de los ricos, guapos y famosos como gente despreciable, ridícula y perversa. Reflejando un mundo donde se está viniendo abajo el ideal democrático de una amplia clase media (antaño burguesía), la guerra de clases ha vuelto a la primera línea de películas, novelas y series. Es un modelo recurrente de fantasía compensatoria, anclado por supuesto en cierta realidad, que atraviesa toda la cultura popular, como analiza mi libro «Los ricos también matan» (Temas de hoy, 2000). Pero lo que hace especialmente atrevida la película de Emerald Fennell es que no por ello los «pobres» salen bien parados.
Sumergido como todos en una misma cultura obsesionada por la riqueza, Oliver Quick, protagonista de «Saltburn», esconde bajo su piel de feucho cordero «proletario» un monstruo no menos sádico, manipulador, mitómano y sociópata que el Patrick Bateman de Easton Ellis. Fennell maneja con soltura cierta tradición anglosajona entre la sátira y la novela gótica, trufando su pastel de cumpleaños con referencias que van del «Brideshead» de Evelyn Waugh al «Drácula» de Stoker, de Patricia Highsmith y su talentoso Mr. Ripley a los dramas de L. P. Hartley llevados a la pantalla por Losey («El mensajero», «El sirviente»), para rodar una nueva versión de «Ocho sentencias de muerte», pero no mirando tanto al filme clásico como a la novela original de Roy Horniman, «Memorias de un asesino: Israel Rank». (Alerta de spoiler).
Allí, un despreciado judío se abría paso por medio del asesinato hasta la cumbre de su herencia familiar. Aquí, un despreciado e inconfeso gay de clase media no le va a la zaga. Muchas cosas han cambiado desde la era victoriana, pero la realidad es que Oliver solo sigue la máxima de Oscar Wilde, tan real entonces como ahora: «Todo hombre ambicioso tiene que luchar en su siglo con sus propias armas. Lo que este siglo venera es la riqueza. El Dios de este siglo es la riqueza. Para triunfar, uno debe poseer riqueza. A toda costa, uno debe poseer riqueza».
¿Es esta culterana red de referencias la causa del éxito de «Saltburn»? Claro que no. Es su energía, color, esteticismo, música, humor vulgar y descarado erotismo, su reparto atractivo y vestuario, lo que despierta nuestra insana envidia. Y disfrutar de que si, como decía Scott Fitzgerald, «los ricos son diferentes de ti y de mí», no solo también lloran, sino que también pueden morir para nuestro solaz y diversión.