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Salvador Domínguez: "Los años 70 fueron muchísimo más salvajes que los 80"

Historia viva del rock español y uno de los más sobresalientes guitarristas del último medio siglo, repasa en esta charla su intensa y excitante trayectoria

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Madrileño e hijo de madrileños, este músico y escritor pasó sus cuatro primeros años en Caracas y luego arribó a Madrid, y hasta que cumplió los 18 y se afincó definitivamente en la capital de España, anduvo yendo y viniendo entre esas dos ciudades y empapándose de lo mejor de la cultura de ambos países. En Madrid se alojaba en la calle de Españoleto, zona noble de Chamberí, en la residencia de su ilustre tío, el escritor y libretista de zarzuela Federico Romero Sarachaga, autor de «La canción del olvido» y «Doña Francisquita» –«de ahí mamé todo esto, porque en su casa había fonógrafos y los discos más variados», afirma–. Pero él tiró por otro costado, el del rock. A comienzos de los 70, antes de lanzarse en solitario, tocó con dos grupos clásicos del pop y el rock español, Los Pekenikes y Los Canarios, la mejor escuela imaginable: «Con Los Canarios empecé en el 72 y con Los Pekenikes en el 74. Eran grupos de primera fila, con tíos que tenían diez años más que yo y los huevos pelaos. Con Los Pekenikes estuve tres años y me recorrí todos los pueblos de España. Nos subíamos a una furgoneta en enero y nos bajábamos en noviembre. Era terrible… ¡Maravilloso! Fue una universidad para mí, absolutamente». Ya a finales de esa década sacó dos discos de una gran audacia para la época, «Banana» y «Recién pinchado», y fue, junto a Moris, Burning, Ramoncín, Tequila y Leño, uno de los músicos que revitalizaron el rock español. Unos años aquellos, los 70, fierísimos, mucho más que los magnificados 80: «Los años 70 fueron muchísimo más salvajes que los 80 –sentencia–. Los 80 fueron un chiste, un juego de niños. Porque, además, se comportaron como niños. Fue una generación que se enganchó a muchísimas cosas sin saber lo que hacían. Y lo mismo nos pasó a nosotros. Pero cuando llegaron los 80 ya estábamos más que curtidos, y el que no se había muerto sabía que no podía seguir con esa movida. Aquí, en aquellos años –prosigue–, no había un carajo, tenías que salir del país para lo que fuera. Yo estaba en Inglaterra cada dos por tres. Terminaba de tocar y, automáticamente, pillaba un avión y me iba a Londres, y me quedaba allí hasta que había otra actuación. Porque esto era un pozo de mierda, no pasaba nada. Si no es por Gay Mercader [histórico promotor musical], que traía a grupos extranjeros, no había un carajo. Y a mí también me interesaba mezclarme con las estrellas de rock inglesas, ir a los sitios donde iban ellos, ver cómo se comportaban, hacer amistades, tener contacto editorial… Porque yo me considero un profesional de la guitarra de rock».

En su siguiente etapa, la de mayor exposición, estuvo bajo el ala de Miguel Ríos, con el que colaboró en varios de sus mejores discos, «Rocanrol Bumerang», «Extraños en el escaparate» y «Rock & Ríos», y para el que compuso la música de varios temas: «Conocí a Miguel Ríos cuando yo tocaba con Los Canarios, en el 72. Y cuando en 1978 entré en Polydor nos volvimos a encontrar y me pidió que le escribiera una canción. Y de putísima madre, porque yo he admirado a Miguel desde niño y le compuse varias canciones. En el “Rock & Ríos”, su disco más sonado, metió cuatro: “Rocanrol Bumerang”, “La ciudad de neón”, “Banzai” y “Reina de la noche”». Con el grupo Banzai, Salvador grabó tres discos. Aquella banda prometía mucho, pero por desavenencias profesionales no llegó a consolidarse. ¿Se sintió frustrado? «Es que España no daba más de sí –afirma, echándole la culpa al contexto musical–. La prueba son los grupos que pitaban entonces, Barón Rojo y Obús, pero tardaron muy poco en disolverse. En España dio de sí determinada vaina. Entonces lo que yo hice fue largarme de esta mierda e irme a Estados Unidos». Allí estuvo con el grupo Tarzen, que fundó junto a los hermanos Peyronel, Michel (ex-Riff) y Danny (ex-UFO), y con los que sacó dos discos: «Esos años en América fueron una etapa muy profesional y también muy divertida, peligrosa a la vez, porque es otro mundo. Estuvimos además en Latinoamérica, en Argentina, sobre todo, un país maravilloso y con un ambiente musical que no tiene ningún otro».

Autor de métodos de guitarra y escritor

De nuevo en solitario, ya en los 90 publicó dos buenos discos, «Sangre en la arena» y «Psicópatas urbanos», pero no pasó nada. Sin embargo, sus distintos métodos para aprender a tocar la guitarra eléctrica lo pusieron en el primer plano y supusieron una inyección económica: «Se vendieron como 300.000 de una tacada, fue un éxito brutal, una locura. Los dos volúmenes de “Psicópatas del mástil” se siguen vendiendo aún, increíblemente, y siguen estando en las tiendas de música». Además de eso, Domínguez se destapó como musicólogo con dos libros monumentales, «Bienvenido Mr. Rock… Los primeros grupos hispanos 1957-1975» y «Los hijos del rock. Los grupos hispanos 1975-1989», ambos editados por Fundación Autor/SGAE y en los que conjuga erudición y un prolijo trabajo de documentación: «En “Los hijos del rock” me entrevisté con todos mis compañeros, tanto en España como en Latinoamérica, y fue una experiencia muy liberadora. Son, para mi orgullo, dos títulos que tienen en muchos sitios como libros de consulta. Yo no soy el que cuenta la historia, lo único que hice fue ponerme en contacto con los protagonistas: “Oye, cuéntame cómo fue esto”. Y ahora –prosigue– acabo de terminar otro libro, “Sexo, drogas y foxtrot”, en el que hablo de la industria musical estadounidense desde que Edison inventó el gramófono hasta que llega la música estéreo. Ahí están todos los mánagers, productores, grupos, artistas, estudios de grabación, el jazz, el country, y también las orquestas latinas que funcionaron en Nueva York. El título refleja el espíritu de esa época, porque los que piensan que el vicio empezó con los Rolling Stones o con el punk están muy equivocados. Para vicio, perversión y locura, aquella época. Estaba metida la mafia, había bares clandestinos… Una maravilla».

Salvador ha publicado cuatro singles en los últimos cuatro años y su intención es seguir sacando canciones, y señala la nula actividad musical que, en su registro, hay en España. Pero no se queja, al contrario, pues reconoce su condición de privilegiado: «Hay gente en la música que dice: “Yo llevo luchando por el rock 40 años”. ¡Pero qué luchar, hijoputa, si lo que hemos hecho es divertirnos! (Ríe). Nos lo hemos pasado de la hostia, qué cojones me estás contando de lucha. El que luchaba era el tío que bajaba a la mina a las seis de la mañana y salía a las seis de la tarde, y nosotros no hemos parado de hacer el golfo. ¡Llevo haciendo el golfo desde que soy niño gracias a este bendito rock!». Entonces, ¿ha valido la pena? «¡Claro que ha valido la pena! Y vivir siete vidas, lo mismo. No jodas. Claro que sí, Javier. Claro que sí», y concluye la entrevista con una sonora carcajada.

SEIS CUERDAS, SEIS MIL VIDAS

​Por Javier Menéndez Flores

​Aquel diplodocus de metal, un Lockheed L-1049 Super Constellation de la compañía Iberia que devoraba, a más de quinientos por hora, los siete mil kilómetros que se interponían entre Caracas y Madrid, no asustaba en absoluto al niño emocionadísimo que iba a ver por vez primera la tierra de sus padres. La posibilidad de un fatal desenlace no cabía en esa cabeza, ocupada por entero en la música que retumbaba en el largo pasillo: piezas de Albéniz, Manuel de Falla, Granados. Y aquel «Fandango de doña Francisquita», al que estaba tan unido sin él saberlo, que su afilado oído atrapó al vuelo y su memoria retuvo para siempre. Era 1957 y el Real Madrid, once asesinos de blanco riguroso, ya tenía en sus vitrinas dos hermosas copas de Europa.

Cuando una década después el sobrino roquero del libretista de zarzuela aterrizó por cuarta y definitiva vez en el foro, llevaba tres discos por todo equipaje, de Cream, Jimi Hendrix y los Doors, y un precoz doctorado «summa cum laude» en Jeff Beck y Eric Clapton. Con semejantes avales y una férrea vocación, el Olimpo en pleno te hace una reverencia y hasta la ola. Pero el panorama musical que encontró le heló el corazón. Malacostumbrado a paladear en la televisión caraqueña a los Stones, los Kinks y a Manfred Mann, casi se desmaya cuando vio en un programa llamado «Escala en hi-fi», de la prehistórica TVE, cómo un tal Mochi inauguraba el «playback» con versiones sonrojantes de Petula Clark.

Pero aquel Apache rehuyó el abatimiento, se concentró en mantener bien engrasada su arma y, al poco, el viento de la fortuna sopló a su favor: en aquella España cimarrona podías tocar en cientos de pueblos, y con la explosión de los Beatles hubo ganancia de pescadores: Los Pekenikes, Los Sírex, Los Mustang, Los Brincos, Los Salvajes, Los Canarios... Los, Los, Los, Los. Ahí, en ese minuto de pura efervescencia, empezó todo. Y hasta hoy.

La vida, Salvador, ha sido un continuo trotar con la guitarra a la espalda, un regalo de los dioses paganos, una noria sin días libres y, también, alguna que otra vez, una excursión por el pasaje del terror, en donde los psicópatas urbanos despliegan su infinito catálogo de perversiones. Y qué esperabas. Del mismo modo que al sol, a veces, le da por apoderarse de todo durante semanas y no se bate en retirada ni en las tardes de domingo, otras, en cambio, el perro está inapetente. Y ya puede sonar la campana en estéreo, que esas fauces se niegan a salivar.

Pero centrémonos en las cosas que han merecido la pena, venga. Acuérdate de la sala M&M y del cine San Pol, aquella isla frente a la Casa de Campo. De Miguel y sus ríos de rocanrol. De la cúspide de Banzai y de Tarzen dando triples saltos mortales por toda América. De los métodos de guitarra milagrosos y de los libros que escribiste sin que tal cosa estuviese escrita. Y podemos viajar aún más lejos. Cerremos los ojos y pongámosle rostro al toque de Scotty Moore, Cliff Gallup, Paul Burlison. Y recuerda cómo sonaban en vivo los Who, qué cabrones. Y no nos olvidemos de los Clash, tan regios. Te estoy hablando de cuando el punk londinense conquistó la vanidosa Nueva York. Y si estás mirando al mar a los ojos y suena «God only knows» de los Beach Boys cantada por Carl Wilson, o «Almost hear you sigh» de los Stones, quizá haya que replantearse la existencia de un ser superior.

Hay tautologías innecesarias. Decir, por ejemplo, que en sus mejores años Keith Richards se levantaba cada noche con resaca. O que la mano izquierda de Salvador es un guepardo a la carrera. Menos mal que bajo el celofán de la Navidad puedes dar con tipos de una pieza, sólidos, sin un gramo de impostura. Pongamos que hablo del señor Domínguez, like a rolling stone.