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Crítica de clásica

Singularidad en lo luctuoso

Auditorio Nacional. Obras de Strauss, Chaikovski y Mahler. Musica Aeterna. Director: Teodor Currentzis. 17 y 18-V-2023. La Filarmónica

El director de orquesta Teodor Currentzis
El director de orquesta Teodor Currentzislarazon

La singularidad que siempre ha adornado a este director griego afincado en la ciudad rusa de Novosivirsk, donde hace ya años que fundó la Orquesta MusicaAeterna, sigue siendo unos de los rasgos que adornan su personalidad artística; y humana. Ahora, creemos, con un mayor poso de madurez, de criterio, de pausa. Aunque Teodor Currentzis es maestro de extremos; y de genio. De tal manera que a veces, aun no entendiendo del todo sus planteamientos, que, en ciertos instantes podemos considerar algo amanerados y siempre muy personales, acabamos asumiéndolos, tal es el entusiasmo, la entrega, la sinceridad y el virtuosismo con que los ofrece.

Es director movedizo, que no maneja batuta, que adopta las más diversas posturas en el podio: ora agachándose, ora estirándose, ora cimbreándose, ora paseándose en el estrecho cuadrilátero. No deja, desde luego, indiferente. Y menos a sus músicos, que funcionan como un reloj a la más mínima de sus indicaciones; que son abundantes y constantes. Manifiesta un fuego continuamente agitado. Aunque en determinados y delicuescentes momentos sabe aquietarse y subsumirse en la corriente musical.

De todo ello hemos tenido clara demostración en estos dos conciertos, en los que la muerte, la infinitud, la extinción paulatina, en algún caso amigable, se ha mostrado en carne viva. Lentas, devanadas compás a compás, las «Metamorfosis» de Richard Strauss fueron tocadas con máxima concentración, con una sonoridad tamizada y muelle a lo largo de una exposición que resaltó los valores contrapuntísticos organizados en torno al sedimento de la «Marcha fúnebre» de la «Sinfonía Heroica» de Beethoven. Exposición lenta, milimétrica, dolorosa.

Luego, con la «Patética» de Chaikovski, se alumbró lógicamente otro universo en el que los excesos tuvieron su lugar: silencios exagerados, inesperadas rupturas del discurso, escaladas irresistibles, fortísimos apabullantes fueron construyendo paso a paso el caleidoscópico «Adagio, Allegro ma non troppo». La irrupción del tempestuoso tercer tema fue impresionante, como el recogimiento posterior en busca de la reexposición. El empaste orquestal fue magnífico, pese a la relativa calidad tímbrica de los metales, que soplaron como condenados. Las obsesiones, los recuerdos bailables, las marchas exultantes y las pesimistas elongaciones fueron redondeando la versión. El cuarto movimiento tuvo lo que ha de tener y fue, en efecto, un oscuro adiós que acaba sumergiéndose en la nada. Currentzis, que ha evolucionado hacia la exquisitez agógica y tímbrica, hiló muy fino logrando pianísimos de una suavidad casi extraterreste.

Gran triunfo final, con todos los músicos en pie, y no solo los violines, violas, maderas y metales, que tocan así, sin sentarse –otra originalidad– durante todo el tiempo. Se había creado de esta manera un caldo de cultivo y puesto las bases para el segundo concierto, ocupado por una sola obra, la «Novena Sinfonía» de Mahler. Una página sobrecogedora que, a través de un complicado, cambiante, en ocasiones exultante recorrido, va disolviéndose paulatinamente a partir de un inmenso primer movimiento en el que la tonalidad no llega a asentarse en un recorrido que nos mantiene en vilo y que, tras los dos movimientos intermedios, un Ländler y un corrosivo Scherzo, nos lleva a un Andante conclusivo que se baña resignadamente en una muerte anunciada.

Currentzis supo ver bien todo ello desde el exquisito pianísimo del comienzo, en el que la claridad, siempre amenazada, va abriéndose poco a poco. Impecable ascensión hacia el tremebundo primer fortísimo con el tema principal ondeando a los cuatro vientos. Excelente planificación y notable claridad de texturas, con bien conseguidas zonas neblinosas. El segundo movimiento marcó el lógico contraste. Puntillismo de la mejor ley, acentuación bien marcada. El «Rondó-Burleske» comenzó a andar de manera agreste y violenta, con lógicas zonas de quietud y un cierre espectacular, marcado por el gran contraste agógico.

Y, por fin, el «Adagio», abierto con esa gran frase de los arcos, amplia y luctuosa, elaborada, trabajada, variada y cantada compás a compás en esta versión. Contrafagot, violines en un hilo. Amplísimos, y exagerados, silencios y elongaciones. Fortísimos de impresión en la última y desesperada ascensión hacia las alturas y recogimiento extremo en los últimos compases, en un sigiloso pianísimo, quizá excesivo, que no se percibió por completo teniendo en cuenta la acústica de la sala. Por si faltaba algo, en medio del aterrador «diminuendo», sonaron dos móviles. Currentzis no se descompuso: con suma habilidad abrió los amplios brazos y mantuvo en suspenso la música. Al final, bravo por el público, ejemplar también en el primer concierto, casi un minuto antes de los aplausos, solo iniciados cuando el director bajó los brazos.