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Bestiario Mítico
Las sirenas, mujer fatal de Grecia a Asturias
Se trata de la criatura por excelencia: estos seres híbridos representaban la mujer fatal y seductora, portadora de la ruina moral y conocedora de los puntos débiles de cada hombre

¿Qué cantaban las sirenas que asediaron a Odiseo y a los creyentes del románico? Cuando se nos evoca el nombre de estas criaturas marinas, reinas de todo bestiario, solemos pensar en «La sirenita» de Andersen (1837), luego adaptada por la factoría Disney como una hermosa joven bondadosa, con cola de pez y voz cautivadora: la recogen otras ficciones, desde «Splash» a «H2O». Pero la historia de las sirenas es larga, seductora y compleja y, por supuesto, remonta a las criaturas aladas y horripilantes que, en la geografía mítica de Homero, tentaron los oídos del intrépido Odiseo en su largo viaje de regreso a Ítaca. Cantoras sabias pero terroríficas, embrujan los navegantes para que naufraguen y luego devorarlos. Más allá del mito antiguo, interesan sus recreaciones artísticas y sus interpretaciones desde la antigüedad: ese episodio auroral de Odiseo atado al mástil, el único que puede oírlas mientras que sus compañeros tiene los oídos taponados con cera, será reinterpretado a lo largo de los siglos. Como recuerda Carlos García Gual en «Sirenas. Seducciones y Metamorfosis» (2014), las historias de sirenas suelen tener un final trágico, pues simbolizan a la mujer fatal, al monstruo femenino cuyos encantos llevan al hombre a la perdición.
Malvadas, sabias y antropófagas en un principio, el componente erótico y fascinante se agrega más tarde en esa larga historia, que incluye una metamorfosis de ave a pez, como se ve ya en los manuscritos iluminados del medievo y en las iglesias del románico. Ahí ya, tras la adaptación por la cultura cristiana, es una mujer, fatal y seductora, símbolo de perdición y ruina moral. La interpretación desde los Padres de la Iglesia marcará una primera etapa del mito: la sirena medieval, con una o dos colas (como la que sobrevive en los Starbucks), símbolo de pecado, lujuria y tentación. Se ve en capiteles y relieves variados de iglesias como San Esteban de Ciaño o Santa María de Villanueva de Teverga, en Asturias, entre muchas otras. Debería haber una hermosa ruta de avistamiento de sirenas por la geografía mítica hispana, desde que ya fascinaron en nuestros lares a San Isidoro de Sevilla.
El renacimiento y la emblemática barroca introducen, como titularía Calderón de la barca, «Los encantos de la culpa». Y con la recepción romántica se abren nuevos caminos para estos fascinantes seres, ya dotados de una ambivalente subjetividad: las recreaciones pictóricas, entre eróticas y oníricas, de los prerrafaelistas, evocan un enfrentamiento entre hombres y mujeres que cautiva a artistas, literatos y teóricos, e incluso a esotéricos. Sobre su existencia también se ha discutido: se suele recordar que Colón en sus diarios escribía decepcionado que no eran tan hermosas como creía (seguramente era un manatí lo que vio). Hace no mucho, un canal de divulgación, con títulos tan sugerentes como «Sirenas ¿Realidad o Mito?» o «Sirenas: nuevas evidencias», volvió a resucitar la eterna cuestión sobre sirenas, nereidas y ondinas. Aunque no sean más que una inveterada ficción, la fascinación por estos híbridos es notable: llevamos conviviendo con ellos, si creemos a las pinturas rupestres, algunas decenas de miles de años.
¿Cuán era su canto?
Pero también está su faceta musical, claro. La recuerdan Platón o Arístides Quintiliano: una música arrebatadora, que puede ser confundida con la de las esferas. Y eso lleva, por supuesto, a la cuestión clave: ¿qué cantaban estos seres mitológicos que tanto embrujo producía? Existen diversas teorías: Homero parece decantarse porque su canto fuera realmente la materia épica de Troya. Por eso Ulises, que a veces lloraba al escucharla, siente cierta curiosidad –¿o fascinación ególatra?– por el recuento de sus propias hazañas. Otras veces, como en el viaje de los Argonautas, parece que su música tiende peligrosamente al conocimiento religioso, como cuando Orfeo las derrota en un singular duelo musical cantando sobre los misterios del cosmos. Personalmente, la versión que prefiero es aquella que nos acerca al cuento popular: al igual que todo dragón al que hay que vencer en la ordalía interior representa siempre el mayor miedo del héroe –que ha de conjurar para prevalecer en su misión–, la sirena nos canta lo que a cada uno nos seduce y nos embruja, lo que nos toca el orgullo y la soberbia, nuestro punto débil moral. Su canto sería, pues, bastante personalizado. ¿Cuál es nuestra sirena de la modernidad? Espero que no el alienante instrumento acústico de las fábricas o los servicios de emergencia. Tampoco la de las redes sociales y las pantallas que nos atrapan todo el tiempo. Pobre Ulises actual…
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