Música

Música

«Streaming», la música nos controla

La consolidación de estas plataformas están cambiando el negocio musical al completo. Gigantes como YouTube y Amazon se lanzan de lleno al mercado, los derechos de autor vuelven a generarse y la gestión de datos del usuario ya mueve millones.

J Balvin se convirtió ayer en el artista más popular de Spotify, con 48 millones de oyentes, más que Drake
J Balvin se convirtió ayer en el artista más popular de Spotify, con 48 millones de oyentes, más que DrakelarazonLa Razón

La consolidación de estas plataformas están cambiando el negocio musical al completo. Gigantes como YouTube y Amazon se lanzan de lleno al mercado, los derechos de autor vuelven a generarse y la gestión de datos del usuario ya mueve millones.

Después de una temporada en el infierno, la industria musical va encontrando alivio. La causa es el «streaming», el modelo predilecto de consumo de canciones en el siglo XXI. Pero hay mucho más detrás del cómo se escucha música, existe una transformación profunda de la industria. Spotify ha cambiado todo, no solamente porque la música se ha vuelto inmaterial, sino porque la revolución de lo digital ha supuesto un cambio de paradigma en todos los niveles de la cadena del negocio. En los últimos tiempos, se han multiplicado los operadores que tratan de competir con la compañía sueca, a la que, tras muchos años de intentos como una simpática «start-up», se le está poniendo la cara del gigante que aspira a ser. Pero hay más fronteras que se están cruzando: el dinero ha vuelto a fluir en concepto de royalties, que están convirtiéndose en un activo de rentabilidad fija que crece a ritmo de fondo de inversión, y las fronteras entre los artistas de grandes sellos y los espontáneos se han terminado por desvanecer. Las listas de reproducción pueden generar millones de euros y los músicos se versionan a sí mismos para aparecer en ellas (ya sean «para relajarese» o «entrenar»). La gestión de los datos de los usuarios está produciendo millones a las compañías. El mundo ha cambiado.

Los números de la recuperación los facilita la industria anualmente. En 2017, el mercado musical subió un 5,9 por ciento. La mitad de la facturación fue digital, con una subida del «streaming» del 60 por ciento. Las descargas, en cambio, descendieron un 20. El peso del mercado digital fueron 7.800 millones de dólares y alcanzaron los 112 millones de suscriptores, una cifra muy pequeña si pensamos en el potencial mundial. Estamos ante los primeros pasos de un nuevo escenario con enormes implicaciones.

Invertir en repertorios

El primer cambio es financiero. El «streaming» ya no se basa en un sistema de ventas sino de acceso. Es decir, que no se compra el disco físicamente, sino que con la cuota que se paga se tiene el derecho de uso ilimitado. Esto tiene implicaciones en varios sentidos: primero, ya no existe la presión de la primera semana del lanzamiento de un álbum. Bueno, de hecho, los discos cada vez importan menos, pero desde luego que el retorno de la inversión por una novedad no se espera con impaciencia a corto plazo, sino que ahora es más importante que un tema enganche, que poco a poco se vaya difundiendo y se consolide. Y que trascienda es tan beneficioso como que sea la canción del verano. En segundo lugar, los artistas (y los sellos) ya no cobran solo una vez por disco, el día de la venta, sino que reciben una retribución a perpetuidad en según, claro, los resultados de escuchas. Cada vez que alguien pone una canción, una minúscula cantidad de dinero va a al artista. Estos factores han convertido a los derechos de autor, aunque parezca paradójico después de años de desahucio, en activos interesantes que generan una rentabilidad fija y que se prevé que crezca a corto plazo al ritmo desbocado del mercado.

Así, grupos de los llamados clásicos que vieron sus «royalties» reducidos a cero por la «piratería», ahora que se ha generalizado la suscripción a servicios de «streaming» ven fluir ingresos. Digamos que Fleetwood Mac (198 millones de reproducciones en Spotify) o los Beatles (184 millones) consiguen un volumen de escuchas equiparable a cualquier grupo de moda. Sin embargo, el mismo proceso puede darse a la inversa en este universo lleno de paradojas. Artistas «de nicho» como el reguetón están facturando números de seis cifras.

Algunos movimientos en el lado más capitalista de la industria evidencian voracidad por adquirir repertorios. Movimientos empresariales como los llevados a cabo por Concord, que compró por 550 millones de dólares un repertorio de 250.000 canciones procedentes de Imagem, entre ellas de Mark Ronson o Daft Punk. Esta es la operación más fuerte de los últimos años y le otorga a la firma propiedad sobre 380.000 temas. En los últimos años ha absorbido a The Bicycle Company, Fearless Records, Wind-Up Records, Razor & Tie y High Tone Records. Se ha colocado entre grandes como BMG o Kobalt. Por su parte, esta última no se quedó quieta y pagó 160 millones por el catálogo de Music Publishings (temas de Lorde, The Weeknd o Major Lazer) mientras que Round Hill Music adquirió Carlin, con sus derechos sobre 100.000 canciones de Elvis, AC/DC o James Brown, entre otros.

Economía de escala y nicho

La SGAE española, que distribuye los derechos de autor entre sus asociados, ve la situación con recelo, porque el dinero fluye pero no llega a los artistas, se queda en las editoriales. Su presidente, José Miguel Fernández Sastrón, señala a este periódico que «las fusiones empresariales están concentrando los repertorios y el 70% de las canciones del mundo son propiedad de apenas tres o cuatro compañías. Alguien debería revisar lo que está pasando en los últimos cinco años con respecto a los usuarios, las multinacionales y los derechos de autor». A su juicio, las editoriales independientes «están por la labor de que las cosas funcionen aunque tengan sus disputas con los autores. Pero cuando esa editorial pertenece a una multinacional prevalecen los intereses de la compañía matriz sobre los derechos del autor».

Por eso, en el nuevo modelo de la música, los artistas harían muy mal si no conservan íntegramente los derechos sobre sus canciones. Spotify paga, grosso modo, 5.000 dólares por cada millón de reproducciones, una cifra que cada vez resulta más fácil de conseguir ante el creciente número de usuarios de la plataforma. Por eso, centenares de miles de canciones producen millones de dólares en derechos. Esta es la teoría de una economía de escala, pero en el elástico mundo de la música puede suceder lo contrario. Los micropagos o los nichos ajenos al circuito comercial compiten en igualdad de condiciones. Piensen en el mercado indio, de 1.300 millones de habitantes, el 70 por ciento menor de 30 años.

Hay otra clave del negocio, los datos generados por el usuario. Spotify almacena, según datos de la compañía de 2016, 200 petabytes de esta información, una cantidad de 15 ceros. Netflix almacena solo 60. El manejo y la comercialización de estos datos es una fuente de imgresos fundamental para la compañía, ya que los acuerdos con las multinacionales de la música le dejan unos márgenes muy estrechos que, de hecho, no le han permitido dar beneficios nunca hasta la fecha. Sastrón: «Lo ves muy claro. Dan pérdidas pero valen 1.000 millones de dólares. ¿Por qué? Porque su negocio son los datos que obtienen con los contenidos que yo les aporto. Y a los autores no les pagan». Sin duda que esta es una explicación del enorme interés que han demostrado por entrar en el negocio gigantes de la distribución y del comercio digital como Amazon o Goolge. La primera lanzó al mercado Amazon Music Unlimited y la segunda acaba de irrumpir con Youtube Music y Google Play Music. Y no olviden otra cosa importante: estas dos compañías están inmersas en una batalla comercial, la próxima, por los dispositivos de los hogares: altavoces que obedecen nuestras órdenes como en las películas de ciencia ficción. Las series, la música, las noticias, el tiempo, la compra diaria y la temperatura del hogar dirigidas por una voz virtual. Pronto estas compañías sabrán qué música queremos para despertar o cuándo fue nuestra última noche romántica.

Pero esto no es todo. La música en sí misma está transformándose. ¿No les extraña la cantidad de versiones del mismo éxito que aparecen en los servicios de «streaming»? La explicación está en las listas de reproducción, esa fase previa al control mental de las masas. Todas las plataformas proponen para el usuario pasivo una «mixtape» de canciones para cada estado de ánimo. Y así, el mismo éxito puede ralentizarse o acelerarse para aparecer en «Verano chill» o en «Entrena a tope». Listas como Rap Caviar suman 9 millones de usuarios que garantizan, claro, millones de reproducciones, sin menospreciar otras como Baila Reguetón (7,4) y Vive Latino (8,2 millones). Entrar en esas listas, que decide un algoritmo de Spotify, puede suponer una gran diferencia de ingresos. Y es la compañía quien tiene ese poder de otorgar o no relevancia. Antes, la música la dominaba la audiencia de clase media y blanca que compraba sus discos en las tiendas o centros comerciales. Ahora, la música urbana lo domina todo y su público ha reemplazado al de los grupos de blancos y guitarras. Vetusta Morla tienen 667.000 oyentes mensuales; Bad Bunny, 36 millones. Ayer, J Balvin adelantó a Drake en el número 1: 48 millones.