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Cine

"Suzume": el anime japonés bien vale un Oso de Oro

La jornada en la Berlinale ha estado dominada por "Suzume", de Makoto Shinkai, y el experimento desenfocado de Hong Sang-soo

La película de animación "Suzume", presentada en la Berlinale
La película de animación "Suzume", presentada en la BerlinaleFESTIVAL DE BERLÍNFESTIVAL DE BERLÍN

Hace 22 años, Hayao Miyazaki ganó el Oso de Oro en la Berlinale con una de sus obras magnas, “El viaje de Chihiro”. Era la primera vez que una película de animación arrasaba en un festival de cine no especializado. En esa época, Makoto Shinkai empezaba su carrera como animador, y poco se imaginaba que la magnífica “Suzume” sería el segundo ‘anime’ de la historia que podría repetir la hazaña de su maestro. No por casualidad, la película está plagada de homenajes a Miyazaki, y en especial, a uno de sus clásicos imperdibles, “Nicky, la aprendiz de bruja”.

Sostiene Shinkai que los títulos más célebres de su filmografía, “Your Name” y “El tiempo contigo”, ya estaban concebidos bajo el influjo del desastre de Fukushima. No es extraño, pues, que el tsunami que acabó con miles de vidas en la costa del noreste del Japón en 2011 ocupe un lugar central en la trama de “Suzume”, protagonizada por una chica de diecisiete años que, después de conocer a un misterioso joven, Sota, que se dedica a cerrar los portales a través de los que se expanden las fuerzas telúricas responsables de la feroz actividad sísmica que amenaza la isla. Suma portentosa de fábula ecológica, ‘road movie’ y reflexión sobre la pérdida individual y colectiva, “Suzume” invoca, desde un imaginativo, extraordinario diseño de fondos y personajes, los fantasmas de destrucción de un país que está demasiado acostumbrado a reconstruirse. De hecho, si bien la trama de “Suzume” obedece al clásico viaje del héroe campbelliano, no es menos cierto que ese trayecto atraviesa sucesivos paisajes en ruinas (desde un barrio abandonado a un parque de atracciones) que definen el estado de ánimo de la nación japonesa: el duelo por la despoblación, el miedo a los desastres naturales y el desaliento pandémico están muy presentes en la película.

No nos malinterpreten: “Suzume” está llena de vida. Ahora que la animación ‘mainstream’ estadounidense -en especial la Pixar- parece atravesar una crisis de identidad, atrapada en las fórmulas del capitalismo de plataformas, es refrescante ver cómo en Japón la creatividad no se ha dejado achantar por los algoritmos. Shinkai es capaz de convertir una silla -sí, han oído bien: una silla a la que le falta una pata- en un personaje de una musculada expresividad, sin necesidad de alterar sus formas. Para Sinkai no existe material que no pueda sonreír, llorar, correr o sufrir: la madera puede resultar tan expansiva como la mirada amarilla de un gato parlante, el otro gran secundario del filme. Suzume, la protagonista, se alimenta de los encuentros con un montón de personajes que siempre le ofrecen ayuda, ahí radica la fuerza de espíritu que le permite seguir adelante y enfrentarse a su trauma. De un modo parecido a “Your Name”, “Suzume” es una película, dice Sukami, que habla de cómo nos comunicamos con nosotros mismos a lo largo del tiempo, cómo nos proyectamos hacia el futuro entendiendo el pasado.

Si “Suzume” es una de las mejores películas de la sección oficial, la australiana “Limbo” es una de las peores. Suerte de thriller letárgico situado en las Montañas del Ópalo de una de las más remotas regiones de las antípodas, la película de Ivan Sen se queda ensimismada con la extraña fotogenia del paisaje, haciendo de las largas distancias y el tiempo suspendido sus señas de identidad. Por el camino, se olvida por completo de la tensión dramática, convirtiendo a su protagonista, un policía yonqui (Simon Baker), en el salvador blanco de una familia indígena.

En la sección Encounters, no podía faltar un habitual del certamen, el coreano Hong Sang-soo. En “In Water” dirige, escribe, monta, fotografía y compone la banda sonora. Esa celebración del “hazlo tú mismo” es, también, un experimento formal que puede entenderse como una gamberrada: la película, que dura una hora, está rodada fuera de foco. El efecto es curioso: por un lado, a un nivel plástico, la imagen se difumina como en un cuadro impresionista, de una extraña belleza en el plano final, que justifica el título; y por otro, a un nivel narrativo, se nos propone observar la realidad desde una perspectiva diferente, lejos de lo normativo, para documentar el espíritu que ha guiado su propio rodaje. El resultado es más un bosquejo, un esbozo, que una película convencional.

Va siendo hora de matar al padre. Brandon Cronenberg debería pensar en ello porque, después de “Antiviral” y “Possessor”, “Infinity Pool”, que se presentó fuera de concurso en la Berlinale, demuestra que su imaginario aún crece bajo la alargada sombra del director de “Scanners”. Padre e hijo se encuentran a medio camino abrazando a J.G. Ballard, porque “Infinity Pool” no es más que una adaptación apócrifa de “Noches de cocaína”, por otro lado una versión marbellí de “Crash”. Eso no quita mérito alguno a la idea central de la película: la posibilidad de clonarse para que la contemplación de la muerte propia sea la culminación de un rito sadiano, celebrada en el seno de una comunidad de millonarios que entienden el principio del placer como una puesta en abismo de la muerte.

Matar a papá Cronenberg