«Bodas de sangre»: Lorca sin lorquismos
Autor: Federico García Lorca. Director: Pablo Messiez. Intérpretes: Carlota Gaviño, Francesco Carril, Gloria Muñoz, Claudia Faci, Pilar Gómez... Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 10 de diciembre.
Audaz, original y voluntariosa es, cuando menos, esta contemporánea revisión que ha hecho el autor y director argentino Pablo Messiez de la conocida tragedia de Lorca, que hasta hoy permanecía inamovible en el rígido código escénico folclórico y andalucista. Ciertamente, había despertado curiosidad este proyecto por cuanto tienen a priori de diferentes, casi antagónicos, los lenguajes teatrales de Lorca y de Messiez, pero he aquí que al final los grandes talentos encuentran sus propias vías de entendimiento, y Messiez, aunque no logra su objetivo de universalizar la tragedia lorquiana, sí consigue al menos remozar dramáticamente un texto cuyas verdaderas virtudes son esencialmente líricas. La obra se inicia con un fragmento que pertenece en realidad a la Comedia sin título. Aquello de «Hoy el poeta os hace una encerrona porque quiere y aspira a conmover vuestros corazones enseñando las cosas que no queréis ver...» deja bien claro el propósito de un director que pretende conectar con la sensibilidad del público de hoy, quizá bastante diferente del público que conoció el autor granadino. A partir de aquí, uno encontrará a lo largo de toda la función una manera diferente de leer «Bodas de sangre»: lo coloquial –algo que sí está muy presente siempre en las obras de Messiez– se aparta de lo estrictamente local; el humor –otro ingrediente habitual en las obras del argentino– aflora continuamente sin desvirtuar la tragedia esencial; el escenario se llena de color; y la acción huye de unos elementos rurales –las viñas, los caballos y los hogares, por poner algunos ejemplos– que permanecen en el texto, pero que no llegan nunca a concretarse en el espacio. De este modo, la obra trata de levantarse sobre sus mimbres más básicos, intentando que los personajes de Lorca dialoguen con el espectador fuera del contexto geográfico y social en el que el escritor quiso situar hábilmente sus cuitas y preocupaciones. Sin embargo, la cosa no llega a funcionar del todo y la representación acaba convertida más en un interesantísimo experimento que en una verdadera obra de arte. Y la razón de que eso ocurra quizá simplemente sea, aunque esto pueda parecer descabellado para algunos, que Lorca no es un autor tan universal, en lo rigurosamente teatral, como nos hemos empeñado en creer. Verdaderamente, sus obras interesan mucho más por su poesía del verbo que por la complejidad de sus tramas –las de sus tres tragedias más conocidas son de hecho bastante simples– o por la riqueza psicológica de sus personajes, los cuales suelen estar bastante supeditados a las pasiones, que es lo que a él mejor le conviene como poeta. Para hacer con Lorca lo que Declan Donellan hace con Shakespeare –pongo este ejemplo porque la función recuerda en algunos momentos a los montajes del director inglés– hubiera sido necesario tocar mucho más el texto original –no solo el vestuario, la luz y el ambiente– y liberarlo absolutamente de toda referencia a la España exagerada y profunda en la que se enmarca. Pero entonces más de un purista hubiese querido colgar de un pino a Messiez; y el resultado, no nos engañemos, tampoco hubiera alcanzado el nivel de profundidad intelectual y de complejidad dramática que se alcanza con Shakespeare.