"El caballero de Olmedo": Lope, ausente
Un buen espectáculo, cerrado con un Requiem espectacular ante el cadáver del Caballero. Éxito enorme
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Obra: «El caballero de Olmedo». Música: Arturo Díez Boscovich sobre la obra de Lope de Vega. Directores: Lluís Pasqual (escena) y Guillermo García Calvo (música). Coro del Teatro. Orquesta de la Comunidad. Madrid, 6-X-2023.
Díez Boscovich es un director y creador vertido fundamentalmente hasta hace poco en la dirección y composición de música cinematográfica. Posee un sólido oficio y se mueve, a veces de manera espectacular, en el terreno de la tonalidad. En esta obra ha desplegado toda su inspiración y conocimiento sobre la base de la estética que defiende desde hace tiempo, que parte de revestir a la música de un ropaje comunicativo, en la línea cultivada por uno de sus referentes, Antón García Abril. Y bebe en otros hontanares nada despreciables como Korngold o Puccini.
De ellos ha aprendido, según confesión propia, entre otras cosas, “la capacidad que tiene la orquesta de comunicar al oyente mucha más información dramática de la que se podría esperar. Cómo la orquesta, casi como un personaje más, nos habla y nos puede llevar al delirio más absoluto, tanto en plenitud de alegría como al más oscuro sentimiento de tristeza.” Y a fe que eso se denota en la audición. No hay duda de que Díez Boscovich goza de esa prerrogativa: maneja el foso y a veces las voces con habilidad y conocimiento.
Lo pone de manifiesto la musicóloga Carmen Noheda en su estupendo artículo del programa de mano -tan bien editado como siempre- al resaltar “el despliegue de “leitmotiven” asociados al sino de don Alonso, a la intensidad amorosa, a la presencia de Inés, a los solos de violín y tritonos que conducen las intrigas de Fabia; a los ritmos amenazantes y “clusters” que tensan el asalto mortal de don Rodrigo. Si el coro interno inicial nos advertía de la tragedia, en el réquiem final llora al caballero, junto a Tello, Inés y Leonor fuera de sus personajes”.
Todo ello es cierto; pero no lo es menos que todo el aparato orquestal y en menor medida coral manejado por el compositor no acaban de tejer un manto que se adapte fielmente a la anécdota, a su discurrir, a sus meandros expresivos, líricos y dramáticos, a su honda entraña. Porque lo que se nos ofrece se nos antoja en exceso aparatoso, epidérmico, bien construido, sí, pero ajeno, o eso nos parece, al espíritu trascendente, poético, profundo de la narración. Lope de Vega está en la forma, en los versos -hábilmente resumidos por Pasqual para una narración de unos 110 minutos-, en las apariencias, pero nada de lo que vemos y oímos nos lo recuerdan.
La música, tan bien hilada, es en exceso grandilocuente; trazada con soltura y conocimiento, pero alejada de la entraña dramática. Ya desde la obertura, en la que laten algunos temas posteriormente desarrollados, lo advertimos. Es una pieza opulenta, con metales a toda presión, contrapuntos bien delineados; la propia de una comedia musical, en la que el alma del Fénix no aparece. El problema es que el tono general del relato se acoge a los mismos presupuestos y casi todo transcurre en esa línea. Hay pocos pianos, casi siempre estamos en “mezzo forte”, “forte” o “fortissimo”. Tanto la orquesta como las voces.
Y estas se mueven en tesituras especialmente agudas, con escasos matices y contrastes, a lo largo de una línea vocal situada entre el “parlato”, el recitativo melódico y la melodía muchas veces entrecortada. Don Alonso, el Caballero, ha de luchar con una tesitura singularmente extrema, con abundantes Si bemoles, Si naturales e incluso Do 4. Retos a los que supo hacer frente con cierta soltura el tenor lírico-ligero Joel Prieto. Lo mismo que la soprano ligera Rocío Pérez, más que cumplidora por las alturas y menos por las más graves. Ambos cantaron un espectacular dúo de amor, en el que tampoco pudimos apreciar la delicadeza lírica que la situación parecía demandar.
La encarnadura de los acompañamientos, tan robustos y densos, impidieron muchas veces que pudiéramos escuchar con limpidez no solo las voces de los enamorados, sino también las de todos los demás cantantes, en ocasiones cercanos a desgañitarse. Pero lo hicieron bien. Incluso la enferma Nicola Beller Carbone, una alcahueta de recibo. Apreciamos especialmente la labor de Germán Olvera (Don Rodrigo), un barítono lírico de buena pasta, sonoro y aguerrido, con agudos (a veces abiertos) fáciles y contundentes. Le dio la réplica, en papel más discreto, como a él le gusta, el también barítono, algo más oscuro y pastoso, Gerardo Bullón.
Los demás integrantes del buen reparto estuvieron a buena altura, en particular el recio bajo Rubén Amoretti como Tello, criado de Alonso y Aparición. Berna Perles, en parte de menor enjundia de la que se merece, fue Doña Leonor. Muy bien Graciela Moncloa (Ana) y Francisco Pardo (segunda Aparición), miembros del Coro. Todos ellos bajo la batuta diestra de Guillermo García Calvo, que sabe desenvolverse como nadie en estos lances y hacer sonar a pleno rendimiento el foso, cuyo volumen trató de reducir no siempre con éxito. Coro cumplidor en sus intervenciones, aunque a la primera le faltó la conjunción ideal
Un grupo de oscuros figurantes-bailarines otorgaron aire a instantes estratégicos de la narración, que discurrió, muy bien organizada por Pasqual, sobre ingeniosa y sencilla escenografía, a base de paneles-pantallas (con variadas proyecciones alusivas), de Daniel Bianco, de forma fluida y amena. Poco convincentes los caballos-bicicletas. Y muy bellos los figurines de Franca Squarciapino (viuda del gran escenógrafo Ezio Frigerio). Con todo, un buen espectáculo, cerrado con un Requiem espectacular ante el cadáver del Caballero. Éxito enorme.