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Cuando el público sube a escena

La compañía Grumelot estrena en el renovado Conde-Duque «Un cine arde y diez personas arden», una obra crítica y gamberra que disloca la relación del espectador con el escenario.

Diez personas componen el elenco de una obra que ofrecerá 8 funciones entre mayo y junio. Foto: Centro Cnde-Duque
Diez personas componen el elenco de una obra que ofrecerá 8 funciones entre mayo y junio. Foto: Centro Cnde-Duquelarazon

La compañía Grumelot estrena en el renovado Conde-Duque «Un cine arde y diez personas arden», una obra crítica y gamberra que disloca la relación del espectador con el escenario.

«Una comedia cáustica sobre la posibilidad de destruirlo todo». Así definen sus artífices esta función tan particular, escrita por Pablo Gisbert –de la compañía El conde de Torrefiel– que resulta ya desconcertante en su propio título: «Un cine arde y diez personas arden». Y así parece que ocurre: diez personas están en una sala de cine y se disponen a ver la versión de «Guillermo Tell» dirigida por Heinz Paul en 1934. De pronto, el cine empieza a arder. Hasta ahí... todo más o menos bien. Pero... ¿qué va a encontrarse después el espectador en esta obra posdramática en la que no hay una trama como tal? Carlota Gaviño e Íñigo Rodríguez-Claro, miembros de la compañía Grumelot y directores del espectáculo, ríen inevitablemente al tratar de explicarlo: «La obra va de lo que dice el título. ¡Así de radical es! Es verdad que no hay historia, no hay trama; pero sí hay diez personajes. Es un cine muy antiguo que no cumple todas las normas de seguridad. Una chispa salta y empieza a quemarse. La función plantea esa fantasía, que esos diez personajes arden y se quedan ahí... contando mientras lo que les pasa. Se trata de invitar al espectador... ¡A que venga aquí a arder con nosotros!», aseguran entre carcajadas.

Pisar el castillo de arena

En realidad, la obra trata de jugar con dos ingredientes fundamentales: por un lado, el incontenible deseo humano de romper o destruir; por otro, la idea de que, para construir algo que no esté viciado, debemos partir de la nada. «Existe una cierta ambivalencia punky y filosófica en la obra; lúdica y política –confirman Rodríguez-Claro y Gaviño–. Hay un juego evidente con ese impulso que tenemos todos de romper cosas, de pisar el castillo de arena que vemos en la playa; pero, a la vez, desde un punto de vista más filosófico y político, el autor plantea eso de que es indispensable destruir las bases, destruir la visión preconcebida que uno tiene de las cosas, para poder construir de verdad algo». Además, en lo que tiene que ver con su aspecto formal, la función también destruye, o al menos rompe, algunos tópicos e ideas prestablecidas, tal y como señala Gaviño, que tampoco quiere destripar la propuesta más de lo necesario: «Lo normal es que los espectáculos sucedan en el escenario y que los espectadores estén en el patio de butacas, ¿no? Pues bien, aquí eso se subvierte. Además, se rompen otras convenciones relacionadas con las relaciones de pareja, la familia, etc. Todo eso que se supone que es lo hermoso o lo correcto se dinamita en la función, de la forma más punky e irreverente. Es una obra muy gamberra y muy divertida». Tanto que a la hora de llevar a la práctica «algunas de las cosas que tienen que ver con destruir, y que se hacen a lo largo de la función, aún no sabemos si vamos a poder hacerlas o no, por una cuestión burocrática de permisos, licencias y normas inalterables».

A juicio de los dos directores, la obra de Gisbert, que fue escrita en plena crisis económica y que hacía clara referencia a ella, se mantiene vigente hoy en la medida en que nos sigue haciendo pensar en modelos «que parecen estar agotados y que quizá haya que destruir para instaurar otros nuevos». «Este texto –explican– ganó el accésit del Premio Marqués de Bradomín en 2011. Algunos textos envejecen mejor que otros; a nosotros nos parece que este lo ha hecho muy bien, porque sigue habiendo en él una visión sobre sobre lo que está pasando hoy en Europa bastante lúcida». Antes de llegar hasta aquí, los miembros de Grumelot –falta en este montaje Javier Lara, que tenía otros compromisos profesionales fuera de la compañía– han estado cuatro años dándole vueltas a «Un cine arde y diez personas arden».

Plena libertad de cambio

Buscaban desde hacía tiempo un texto contemporáneo que les permitiese indagar en los nuevos lenguajes y se toparon con esta obra que Gisbert no había estrenado con «El Conde de Torrefiel». «Nos fascinó de inmediato. Pablo (Gisbert) fue muy generoso y nos dio plena libertad para que hiciéramos con el texto lo que quisiéramos; es el único que tiene sin estrenar con su compañía», aseguran los directores, que se pusieron a trabajar con él en Nave 73 y que, tras un fugaz estreno en esa pequeña sala madrileña, lo han ido transformando para presentarlo ahora, en Conde-Duque, con un renovado equipo artístico en el que todos participan creativamente. Esta es siempre su forma de trabajar, como ellos mismos explican: «Ahora hay un elenco totalmente distinto, más heterogéneo e intergeneracional, que ha aportado a la obra su propia visión (Juan Ceacero, Mon Ceballos, Rebeca Matellán o Mariano Estudillo son algunos de los actores). Nosotros siempre intentamos que cada miembro del equipo pueda expresar su voz. No pretendemos tener una gran idea y hacer que esa idea rija a todo el grupo, sino que sea el grupo el que vaya gestando la idea. Por eso, unas veces actuamos, otras dirigimos, otras escribimos... Yo ahora estoy en el elenco porque me apetecía mucho hacer y decir lo que se hace y se dice en esta obra –continúa Gaviño–. Nos mezclamos mucho en las funciones que desempeñamos dentro de la compañía. Y nos gusta que la gente que trabaja con nosotros también tenga ese espacio de creación; ahora está Pablo Seoane trabajando en la luz, por ejemplo, y nosotros le animamos a que modifique la dramaturgia en tanto en cuanto lo necesite», concluye.