Sergio Blanco: «El porno es mucho más que el “Kamasutra”»
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Cuando lo atacaban, Michel de Montaigne (1533-1592) respondía: «El mundo se queja de que hablo de mí, y yo me quejo de que ellos no piensan sobre sí mismos»; y ahora es Sergio Blanco (Montevideo, Uruguay, 1971) el que, desde su propio yo, intenta despertar y agitar las conciencias ajenas. Después de autodescuartizarse en «La ira de Narciso» llega al Teatro de la Abadía –desde hoy al domingo– para hablar de la muerte, el sexo y la búsqueda de Dios con «El bramido de Düssedorf», en el que el damnificado es su propio padre y en el que el protagonista es un dramaturgo.
–Es usted, ¿no?
–Está inspirado en mí, pero no todo es verdad.
–Por lo que el muerto es su padre...
–También.
–Pero no está muerto, ¿no?
–No, no. De hecho, hablé con él hace un rato.
–¿Por qué matarle?
–Me gusta jugar con las posibilidades que me da la autoficción. Por ejemplo, yo nunca había entrado en un centro penitenciario y, en el momento que tuve ganas, proyecté mi yo en una prisión con un texto sobre un parricida...
–...«Tebas Land», que estuvo en Madrid hace un año.
–Eso es. Pero también lo hice en «La ira de Narciso», mi «alter ego» en una habitación de hotel en la que voy redactando una conferencia hasta que un chico me termina matando y despedazando. Me gusta esa posibilidad de reconstruirme en escena. Ver los posibles guiones que no sé si viviré, pero que me divierten.
–¿Qué tiene de poesía la desaparición de un padre?
–La muerte en sí tiene algo poético. Es dolorosa, pero hay algo muy bello. Y justamente en «El bramido...» se trata con mucho sentimiento. Uno de los elogios más bonitos que me han lanzado es que «es una obra donde te entran ganas de morir». Otra se la dijeron a mi papá: «Su hijo cada vez lo mata mejor». Al final la poesía es detenerse.
–¿Cuál fue la opinión de su padre al verse ?
–Le encantó. Es muy agradable ver la muerte de uno en escena.
–Se fantasea con nuestros propios funerales, así que eso que se lleva el hombre...
–Sí (risas). Por mi experiencia, en «La ira de Narciso» disfruté bastante con mi muerte, mi incineración, mis cenizas... No lo hubiera visto de otro modo.
–Tiene su punto gore...
–Responde a la ansiedad. A esas cosas del teatro y la autoficción de hacer posible lo imposible. Me voy inventando los posibles yo.
–¿Por qué esa obsesión de subir su historia a la escena?
–No lo es... (piensa). Me resisto a ser relatado por el tiempo que me tocó vivir. Me gusta ser yo quien me relate. Decido sobre mi cuerpo, sobre lo vivido, sobre mi historia... También hay un mecanismo sanador que sirve de trauma a la trama: ponerle palabras a las heridas puede curarlas.
–¿Qué daños le pesan?
–Uno puntual, cuando una madre me contó que su hijo se suicidó mientras se representaba un texto mío. Fue muy violento. Le gustaba mi teatro y, cuando «La ira de Narciso» fue a Chile, le compró entradas a sus padres, y en el momento que empezó se fue al Parque Uruguay de Santiago de Chile para colgarse de un árbol. Ese día yo estaba en París con mi familia, pero me iba para Berlín. Subí al tren muy conmovido y recuerdo el momento en el que el tren se detuvo en Düsseldorf, me di cuenta de que la mejor forma de sobrepasar ese dolor, aunque no por sentirme culpable, era escribiendo otro texto. Y esa misma tarde empecé.
–Fue su terapia.
–De alguna manera. El trabajo con la palabra es terapéutico. Nombrar lo innombrable, como la muerte o el amor, nos sana.
–¿Puede ser egocéntrico su teatro?
–Es todo lo opuesto. Hablo de mí para hacerlo de los demás. No somos tan distintos. Al terminar el montaje se dice: «Señor Blanco, finalmente lo que le sucede a usted nos pasa a todos nosotros».
–¿Cómo juega la autoficción con la verdad y la mentira?
–Aquí las cosas no son ni reales ni falsas, pueden ser las dos cosas. La duda «hamletiana» de «ser o no ser» aquí es «ser y no ser». Se parte de una verdad, pero se va desprendiendo, y cuanto más se poetiza, más triunfa. Es traicionarse, por eso la autoficción está muy penalizada. Primero, porque está mal visto todo trabajo de uno consigo mismo: celibato, suicidio, masturbación..., pero, además, porque es amoral, es un juego de engaños.
–¿Y por qué esas tres posibilidades del texto: que el autor haya ido a Düsseldorf por un asesino en serie, por un guión de cine porno o para circuncidarse?
–Me permitía hablar de la muerte, del sexo y el erotismo, y de Dios. Primero, abordando la figura del asesino en serie Peter Kürten y de la industrialización de los cadáveres por los nazis; y luego, utilicé como contrapunto mi experiencia de guionista de cine para adultos, la mercantilización del cuerpo...
–Paremos aquí. ¿Cómo se prepara un guión porno?
–Es toda una literatura, un proceso de trabajo con actores formados... Vivimos en una cultura que desacredita la poética del porno por cuestiones morales. Es mucho más que el desarrollo del «Kamasutra». Si tiene algo interesante es que a un sujeto se le transforma en un objeto de deseo y es fascinante que haya todo un equipo trabajando en eso.
–Es consciente de que a la gente, o a la mayoría, no le importa nada el guión, ¿no?
–Está hecho con la suficiente inteligencia como para que no se fijen. El placer de contemplar «Las Meninas» no está en pensar cómo se fabricaron los pigmentos. El porno apela a las pulsiones más básicas de una persona.
–Y para terminar y no dejarnos la tercera vía, ¿por qué la circuncisión?
–Me permitía tratar la búsqueda de Dios.