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El capote de Tomás Rufo en La Maestranza de Sevilla

Julio MuñozEFE
La Razón

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El capote de Rufo es oro y bulería; guitarra y cante jondo; postal, en el puente de Triana; rima, en el Arenal; y río Guadalquivir, desde la torre del Oro. Sevilla admiró su arte como a un lienzo velazqueño. Despeñaperros, ya no es Despeñaperros, sino un ¡olé! de Toledo y una verónica que se mece en el alma.
El albero de la Maestranza se rindió al capote de Tomás. Bastó con verlo torear, como si fuese Camarón de la Isla y un suspiro, entre Sevilla y Sanlúcar. El capote de Rufo, como el de Antonio Fuentes, como el de Curro Puya, como el de Cagancho, como el de Antonio Ordóñez, sueña el tiempo de Proust. Y el de Borges. Y el de Machado. Y el de Romero Murube.
Rufo no es Joselito el Gallo, porque quiere ser él mismo: de Sevilla a Madrid. Y de Madrid, a Sevilla. Conoce los secretos del temple. Y de la elegancia. Y de la gracia alada. Sin ringorrango. Sin afectación.
La media, con la que cerró una serie de verónicas, paró el reloj de la Maestranza y puso a Sevilla entera a tocar el piano de Chopin. Puerta de Jerez. Barrio de Santa Cruz, adelante. Hasta la Hostería del Laurel. Mito y leyenda. Capote de seda y luz. Vuelo blanco y clavel. Exacta geometría y aire limpio. Albahaca, en el trazo. Tomillo y romero, en las sílabas de los ¡olés! Lentitud. Cadencia. Métrica. Se apellida Rufo. Y se llama Tomás.