
In memoriam
Vargas Llosa, el Nobel que toreó con palabras
La tauromaquia pierde a uno de sus más apasionados defensores con la muerte del escritor peruano, quien vio en la fiesta brava una expresión artística y cultural esencial para la identidad hispanoamericana

Con la muerte de Mario Vargas Llosa, no solo desaparece uno de los gigantes de la literatura universal. También se apaga una de las voces más comprometidas en defensa de la tauromaquia. Para el Nobel peruano, la Fiesta de los toros no era una reliquia del pasado ni un simple espectáculo costumbrista. Era, ante todo, una forma de arte. Y como tal, merecía ser comprendida, protegida y respetada.
Su relación con los toros fue larga, profunda y coherente. Desde que asistió de niño a las primeras corridas en la Plaza de Acho, Vargas Llosa intuyó que aquel ritual contenía una verdad difícil de encontrar en otros ámbitos. Una verdad que tenía que ver con la vida, la muerte, la belleza, la entrega y la libertad. Por eso, cuando años más tarde ya era un intelectual consagrado, no dudó en defender la tauromaquia en foros públicos, artículos y conferencias.
“Si desapareciera, dejaría mutilada la cultura de nuestro tiempo”, llegó a decir en uno de sus encuentros más celebrados, cuando compartió mesa con el torero Andrés Roca Rey. En esa ocasión, elogió al joven matador por su capacidad para conectar con las comunidades populares del Perú y por haber devuelto al país una figura que lo representa dentro y fuera de los ruedos. Para Vargas Llosa, la presencia de Roca Rey era también una señal de continuidad cultural.
En su célebre pregón taurino de Sevilla, en el año 2000, describió las corridas como “una de las formas más refinadas del arte popular”. Esa idea la desarrolló con convicción: el toreo como una confluencia de estética, riesgo, disciplina y verdad, una manifestación tan legítima como la música o la literatura. La defensa de los toros, en su caso, nunca fue una pose. Era una prolongación natural de su visión humanista y de su idea de la libertad.
Vargas Llosa consideraba que el toro bravo era un animal privilegiado, el único que vive su vida con dignidad hasta el momento de la lidia. Subrayaba que su desaparición acarrearía también la de un ecosistema entero, el de la dehesa, y que eso supondría una pérdida irreparable en términos culturales y medioambientales. De ahí su oposición frontal a cualquier intento de prohibición, que consideraba un acto de censura disfrazado de sensibilidad.
Pero más allá de las ideas, estaba la emoción. Vargas Llosa vivía la Fiesta desde el tendido con la intensidad del verdadero aficionado. Se le veía en Las Ventas, en la Maestranza, en Lima. Asistía, escribía, opinaba. Y cuando lo hacía, no era solo el escritor el que hablaba, sino el ciudadano que había elegido una tradición que le hablaba de frente, sin evasivas.
Participó en iniciativas como la Cátedra que lleva su nombre y en foros promovidos por la Fundación Internacional para la Libertad. En uno de ellos, expresó: “Los toros son una esencia de la creación de Europa, de nuestra civilización. Tengo mucha seguridad de que en América Latina se salvarán, porque la Fiesta está vinculada al pueblo y hay que luchar por ello”. Era su forma de decir que lo popular no está reñido con lo elevado, que la emoción también puede ser cultura.
Su último gran gesto fue entregar el Premio Paquiro a Roca Rey en 2019, como símbolo de continuidad entre generaciones y territorios. Lo hizo con la naturalidad de quien entiende que el arte necesita defensores en todos los frentes. Y con la convicción de que los toros, como la literatura, son una forma de explorar lo más hondo de la condición humana.
Hoy, la literatura pierde a uno de sus grandes. Y los toros, a un defensor irreemplazable. Mario Vargas Llosa toreó con palabras. Y su legado, como las faenas inmortales, seguirá vivo mientras haya quien lea, quien piense y quien se emocione ante la verdad desnuda de un ruedo.
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