Torres Blancas: La utopía vertical y redonda de Sáenz de Oiza
Quiso romper con la dictadura del rectángulo y se atrevió a dejar el hormigón a la vista. Aunque tuvo sus detractores, su edificio es hoy un icono
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Las Torres Blancas son grises. Aquella arquitectura moderna tenía esas cosas. Lo de blancas no provenía de un supuesto revoque adicional, que era un hábito muy romano, como se demuestra en el Coliseo, que se embelleció con mármol para ocultar la grapa y el mortero, o sea, la carpintería constructiva, que es donde se revela una gran verdad: la fealdad que siempre hay detrás de toda obra de arte. Las torres, que no son ni dos ni tres ni cuatro, sino una sola, se denominaron así porque debía pasar los trámites oficiales, vamos, blanquear el proyecto ante los jueces de la cosa y otras miradas tan de la época de aquel año 1969. La arquitectura siempre se ha debatido en un pulso consigo misma, una disyuntiva o bicefalia, que es la de erigirse en icono y, al mismo tiempo, cumplir con su función como museo, vivienda, puente, oficinas o campo de fútbol, que son nuestros circos romanos de hoy. De la reconciliación de ambas tentaciones, una que apela al ego y otra, a esa humildad que siempre impone lo ordinario, es de donde se debe imponer el talento y, también, la sensatez.
Este mundo, cada vez más pragmático y menos ordinario, tiende a la funcionalidad, a la resolución de problemas, dejando de lado lo de imaginación y utópico que tienen las artes. En la actualidad se avanza con rapidez hacia la domotización, que, en el fondo, responde más a una idea que a una tecnología, que es la automatización de cada uno de los gestos de nuestra vida, expansión que se hace sin que haya consultado con nadie.
Cuando Francisco Javier Sáenz de Oiza, que es uno de nuestros grandes, no hay que especificar de qué, echó los cimientos de esta aventura venía ya muy influido por un par de maestros sin tacha, aunque tuvieran sus polémicas, como fueron Le Corbusier y Frank Lloyd Wright. Toda enseñanza tiene su propia consecuencia y a partir de ellos germinó este edificio de 81 metros de altura y veintitrés plantas. Una edificación que propició mucho debate por dejar el hormigón a la vista, sin cubrir, lo que enseguida fue enjuiciado y no hay que recordar que no existe piel más delicada que la del gusto de cada uno. Oiza quiso romper con la dictadura del rectángulo, que es una tiranía geométrica muy enquistada en los asuntos habitacionales, y planteó estancias redondas, que proporcionan una mayor alegría y que respondía a sus criterios organicistas de entonces.
Enseguida surgió el comentario, el chisme, la guasa patria, que es tan gruesa y poco fina en ocasiones, y se salió con eso de cómo decorar un espacio curvo, la incomodidad que suponía encontrar muebles, en este caso también se puede interpretar como soluciones, esa palabra tan odiosa a base de su manoseo verbal. Al final, lo que sucede es que lo grande se coge por la anécdota, lo irrelevante, dejándose de lado o aparte lo que es sustancial, que era la alzada y perfil, la heroicidad de ser original en un mundo que habla en mayúsculas del arte, pero que después demanda urbanizaciones y centros comerciales ordinarios. Oiza, a contracorriente, como debe ser, hizo lo que tenía que hacer, su arquitectura. Debió pensar que el tiempo ya haría su trabajo, que es amoldar el gusto del gran público. Y tenía razón. Para variar. Y hoy sus Torres Blancas, a pesar del hormigón, son un icono.