Un viaje de la forma a la idea
El Prado y el Reina Sofía acogen las obras maestras del museo de Basilea en unas muestras excepcionales que suponen un recorrido por el arte del siglo XIX y XX, desde la figuración hasta la abstracción.
Un teórico del arte argumentó en una ocasión que el arte es un vuelo de la imaginación que va de lo táctil, lo háptico, a lo óptico, el sentido de lo visual. El hombre parte de la necesidad de aprehender la realidad, del desasosiego de representar con verosimilitud las figuras y los colores de la naturaleza para ir plasmando los mitos, creencias, mundanidades y platonismos varios que invaden cada siglo. Sólo después, cuando la representación cae en el pozo del academicismo y el convencionalismo obvio y empobrecedor, el artista sintió el impulso de desembarazarse de la tiranía de lo inmediato, de alejarse de la imitación, para convertir el arte en una mirada subjetiva; de volcar en el paisaje las inquietudes, desazones y aflicciones de su época; de desprenderse de las formas tradicionales de la representación para concentrarse en las ideas, en una contemplación más intelectual y personal, en las preocupaciones y las intrahistorias de cada uno. Una salto que comenzó en el siglo XIX, cuando los impresionistas se rebelaron contra sus predecesores, rehenes de una caduca visión de la figuración, para abrir caminos imprevistos hasta ese momento (y muy escandalosos y controvertidos, en determinadas ocasiones). Un recorrido, jalonado de hitos, corrientes, actitudes, tendencias, propuestas y bifurcaciones que puede rastrearse en las obras maestras que el Kunstmuseum de Basilea ha prestado al Museo del Prado y el Reina Sofía debido a las obras de remodelación y ampliación de sus instalaciones y salas. Un conjunto de piezas que dibujan 150 años de historia del arte, y que muestran cómo los creadores tendieron a deshacerse de las líneas maestras presentes en las distintas realidades circundantes y optan por esas otras procedentes de la conceptualización, de los campos del pensamiento, la teoría o de la meditación del propio oficio. En el Reina Sofía puede apreciarse esa inevitable evolución, que también es revolución, desde Manet, Pissarro, Renoir y Cézanne, presentes en las colecciones privadas Im Obersted y Rudolf Staechelin, depositadas en el Kunstmuseum –y de las que se han traído 62 pinturas, 44 de la primera, y 18, de la segunda–, hasta Theo van Doesburg, Barnett Newman y Donald Judd.
Un diálogo con el pasado
Para Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, más que deshacerse de lo real, lo que ocurre es que se plasma «otra realidad». Y lo ejemplifica con los espacios que abren la exposición, con ese cubismo concentrado en las parcelas cerradas de la intimidad, de lo privado, que da pie a pintar figuras aisladas, encerradas en cuartas, alejadas del exterior. Una demostración son «El músico», de Georges Braque; «Mujer con bandolina», de Juan Gris, y «Le Guéridon», de Picasso, que aluden a un mundo más burgués. «Después sobreviene un cubismo que intenta apoderarse del humo, de la experiencia de la industrialización. Es el momento en el que las vanguardias todavía creen que es posible alcanzar una época mejor».
Este alejamiento de las maneras tradicionales de la pintura y de la búsqueda de unas maneras nuevas está presente en los diez Picasso que exhibe el Museo del Prado. El maestro malagueño es un clásico moderno que dialoga con los maestros antiguos sin desarmonizar, sin crear ninguna clase de distorsión. Desafía su orden, lo violenta a través de ese cubismo que desafía las leyes de la perspectiva habitual, pero en su fluctuante recorrido por los distintos estilos y tentativas que abordó, jamás consiguieron que rompiera con la figuración, sino que la explora. El resultado son estos lienzos, cargados de novedad, pero que son capaces de entenderse con la pintura clásica. Así «Los dos hermanos» encajan en la perspectiva de «El lavatorio», de Tintoretto; «Arlequín sentado o el pintor Jacinto Salvadó» mira, sin desentonar, hacia el lienzo de Veronés «Jesús y el centurión» o «Muchacha a la orilla del Sena, según Courbet» se entiende con esa apoteosis de la carne que es Rubens. Esta decena de telas constituyen una pequeña antología de la sinuosa trayectoria de Picasso. Pero él, jamás renunció a la forma, algo que, otros, sí harían.
El poder del coleccionismo
El Reina Sofía ha articulado las obras del Kunstmuseum en dos exposiciones distintas, aunque estén ubicadas en su misma sede. A pesar de esta separación, al visitarse una detrás de otra, presentan una unidad, un discurso narrativo que las conecta al poder seguir el hilo de la historia a través de las corrientes artísticas. La primera de ellas está dedicada a las colecciones privadas, que se encuentran colocadas en la cuarta planta, y la segunda, a las piezas que pertenecen a la colección moderna y pública, que se han situado en la primera. «Este museo no pretendía contar la historia universal del arte», comenta Manuel Borja-Villel respecto del Kunstmuseum. Para él la importancia de este conjunto «fragmentado» pero a la vez «específico, vernáculo» nos revela una parte de la historia del arte que resulta esencial en nuestros días.
Para el director del Reina Sofía, el coleccionismo particular ha sido capital en el desarrollo de la historia del arte. «A finales del siglo XIX comienzan a jugar un papel importante el mercado el nombre, las etiquetas comunes y, también, las colecciones. Y uno de los trabajos actuales de los museos es mostrarlas al público». Alejadas de los discursos museísticos, también, han ayudado al desarrollo del arte y, hoy, a comprenderlo. A través de los cuadros de las colecciones Im Oberteg y Rudolf Staechelin se atisban la personalidad y el gusto de cada uno de estos coleccionistas. Los dos eran amigos, los dos rivalizaron para obtener los mejores cuadros disponibles en el mercado de su tiempo y, al juntarlas, como ahora, permite apreciar diferentes estilos y artistas, como Gauguin (su célebre óleo «Nafea Faa Ipoipo», de 1892, que ha sido recientemente comprado por la Autoridad de Museos de Qatar por 300 millones de dólares, se incorporará a esta muestra en los primeros días de julio, en lo que, sin duda, será un acontecimiento), Van Gogh, Modigliani, una serie de Marc Chagall que pertenece a lo mejor de su periodo más inspirado, Ferdinand Hodler, un artista poco expuesto en España, Alexej Jawlensky, que acapara una sala. Pero también reúne a otros pintores más conocidos para el gran público como Edouard Manet, Emil Nolde, Kandisnky –presente con un llamativo paisaje figurativo–, una amplia representación de Soutine (triste, intenso, que casi parece preludiar los desastres que se avecinarán después del horror que ya trajo la Primera Guerra Mundial), Roualt, Utrillo o Vlaminck. Todos ellos están todavía apegados a lo que perciben, aunque matizado ya por el estilo, la personalidad, el talento que deforma lo circundante o que juega con él para dotarlo con una impronta propia. Una perspectiva que va en aumento y que encuentra su eclosión en las salas dedicadas a la modernidad. Ahí está Edvard Munch, pero también Léger; Kirchner y Beckmann; Le Corbusier y Paul Klee; pero también Mondrian, Antoine Pevsner, Georges Vantongerloo, Hans Arp y Giacometti –del que se pueden apreciar un puñado de esculturas y cuadros–. Hay un Andy Warhol y no falta la presencia de Jasper Johns, pero es aquí donde aparecen nuevas líneas y propuestas con Franz Kline, Mark Rothko y más adelante con Donald Judd, Bruce Nauman y Barnett Newman. Destaca, al fondo, una pintura de Gerhard Richter –«motorboot»–, uno de los artistas actuales más caros del mundo hoy en día.