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Una nación a golpe de cuadro

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El historiador Tomás Pérez-Vejo explica la construcción de España como Estado-nación a través de las obras de historia que sirvieron para articular esa imagen
Pocos debates han agitado tanto la vida política española de las últimas décadas como el que tiene que ver con el tema de la nación. Tomás Pérez Vejo, profesor e investigador en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, ha escrito «España imaginada. Historia de la invención de una nación» (Galaxia Gutenberg) con el objetivo de reconstruir, analizar y explicar el proceso de la construcción de España, no en el campo de la política, sino en el de la cultura. El eje discursivo son las decenas de imágenes, cuadros de historia, propiciadas y tuteladas por el Estado, con las que se construyó el relato iconográfico de una nación intemporal.
¿Una nación es una realidad natural o un mito? «Los politólogos antiguos decían que eran realidades naturales carentes de límites que se perdían en el tiempo. Las naciones no son realidades objetivas, sino imaginarias. El término «nación», entendido como los que tienen el mismo origen, lengua y costumbres, da paso a finales del XVIII y el XIX al de «comunidad política» y este argumento se convierte en una tautología. Las naciones no son, se hacen, se construyen para distinguir entre “ellos” y “nosotros”. La nación no construye un Estado, es al revés: es una invención cultural de éste», afirma Pérez Vejo. «Hay una corriente política que considera al nacionalismo como una nueva forma de religión. Una ideología que hace del culto a la nación su ideal político y que, si no está basado en el respeto individual, es por defecto excluyente. Religiosos y nacionalistas están convencidos de que lo suyo es lo verdadero. Es cuestión de fe».
Un arte político
La nación, como sujeto político, se convierte así en depositaria de la soberanía nacional, que legitima su poder. «Es la respuesta en sociedades desacralizadas. Si el rey absoluto legitimaba su poder en Dios, cuando éste deja de venir de él –Revolución francesa–, la legitimación está en ser representante de la nación. De ahí que todo Estado necesita una nación y toda nación aspira a un Estado. En España, esto coincide con las Cortes de Cádiz». El elemento nuclear del libro es el paso de España de ser un Estado-imperio a un Estado-nación a finales del siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX. «Naciones que hayan querido ser imperios ha habido muchas, pero imperios con el deseo de convertirse en naciones, como España, pocos», afirma el profesor.
«Una nación es la fe en un relato construido que cuenta su historia en el tiempo. Para ello, los Estados decimonónicos se sirven de la historia, la literatura o el folclore. En este cometido, la pintura de historia tuvo un papel especial porque el control que ejerce sobre ella el Estado es muy superior a lo demás. Puede afirmarse que hay una correspondencia entre el triunfo como género pictórico y el Estado-nación como sistema político». Y prosigue: «La pintura de historia tuvo una importancia capital como elemento docente o pedagógico. Sustituyó a la religiosa en ese cometido. El cuadro histórico sustituyó al religioso. El Estado nacionalista retomó el mismo arquetipo utilizado por la Iglesia para enseñar el relato bíblico a través del arte. Se convirtió en el principal mecenas. El valor de la pintura lo daba el género, no lo artístico. El pintor pinta para el Estado y demuestra su valía pintando cuadros históricos, que es lo que da prestigio. Un arte político cuyo objetivo propagandístico es mostrar la nación».
En este aspecto, las exposiciones nacionales de Bellas Artes jugaron un papel central. Con sus premios y compras, el Estado decidía qué y cómo se pintaba. «El mercado del arte no existe. La Prensa dedicaba una gran atención a estas exposiciones, algo parecido a lo que se hace ahora en los festivales de cine, con información diaria y explicaciones descriptivas. Explicaban el significado histórico del cuadro para que se entendiera el hecho, no lo artístico». Los cuadros comparados, dado su tamaño, iban a dependencias del Estado como el Congreso y el Senado. La búsqueda de “guiones” era facilitada por la historiografía. Las fuentes utilizadas fueron textos escritos. Los pintores eran eruditos y se documentaban hasta los detalles mínimos, trajes, costumbres... En historia sobresalió sobre todos la «Historia general de España» de Modesto Lafuente –uno de los libros más leídos en el XIX–, escrito como una novela con estampas históricas, y en literatura, el Romancero. «De ahí bebieron todos los pintores», apostilla Pérez-Vejo.