Una santa pegada a la tierra
El sobrino nieto de la Madre Maravillas y nieto del doctor Gregorio Marañón, Álvaro Marañón Bertrán de Lis, presenta una biografía humana y cercana de la carmelita canonizada en 2003 por Juan Pablo II
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El sobrino nieto de la Madre Maravillas y nieto del doctor Gregorio Marañón, Álvaro Marañón Bertrán de Lis, presenta una biografía humana y cercana de la carmelita canonizada en 2003 por Juan Pablo II
Muy pocas personas pueden decir que han visto la beatificación y posterior canonización de un familiar al que han conocido y tratado personalmente, y ambos actos realizados por un mismo Papa. «Una vivencia impresionante. El esplendor del Vaticano reluce en una ceremonia tan vistosa y solemne, pero cuando realmente me di cuenta de su significado fue cuando volví solo por la noche, de madrugada, a dar un paseo por San Pedro y vi el enorme tapiz que colgaba en la basílica. En medio de la soledad de esa tremenda plaza se me pusieron los pelos de punta porque fue cuando realmente tomé conciencia de la magnitud del hecho». Así se expresa Álvaro Marañón Bertrán de Lis, sobrino nieto de la Madre Maravillas, beatificada en Roma por Juan Pablo II el 10 de mayo de 1998 y canonizada por el mismo el 3 de mayo de 2003 en Madrid, que ha escrito su biografía, «La Madre Maravillas: Del palacio al convento. Recuerdos y anécdotas de una vida» (La esfera de los libros), que incluye fotos inéditas y cartas manuscritas propiedad de la familia.
De familia noble, era hija de los Marqueses de Pidal, nació en Madrid en 1891. Lo tuvo todo, pero pronto lo abandonó para ingresar en el Carmelo de El Escorial, que dejó para para fundar un convento en el Cerro de los Ángeles (Getafe). «Tuvo una vocación muy temprana. Desde niña no se hizo otro planteamiento que ingresar monja. Yo llevaba tiempo queriendo indagar en sus aspectos menos religiosos, que están muy tratados, y presentar una faceta más humana de ella, cercana a las anécdotas y episodios que vivió y a la constante acción que realizó con los desfavorecidos, tratarla desde el punto de vista de lo que soy, un seglar», declara Álvaro Marañón sobre su propósito al escribir el libro. «En este sentido, la familia es muy útil. Tenemos un acervo de historia y anécdotas familiares y sabemos que formaban una familia unida con gran sentimiento de ayuda al prójimo. Yo la veía en los locutorios de los conventos donde nos llevaba mi madre. Salvo en ocasiones extraordinarias, siempre dentro de los límites de la clausura. Era una persona muy cercana, con gran sentido del humor, que se reía mucho contando anécdotas. Aunaba bondad e inteligencia –continúa el autor–, tenía un carisma especial que transmitía serenidad, pero no era amiga de arrobamientos, ni visiones, ni de áureas espirituales. Todo lo contrario, era una persona muy pegada a la tierra, simpática y extremadamente sencilla». El libro recoge el contexto histórico en el que vivió, como la Guerra Civil, «tras ser retenidas, fueron llevadas a un piso de Madrid, que permanecía cercado y con una tremenda persecución antirreligiosa y anticlerical, pero ella logra salir indemne a base de paciencia, buen gobierno y de buenos contactos. Luego –señala Marañón–, se encontró con una España depauperada y con la hambruna de la postguerra».
Aroma a nardos
Fundó 11 conventos, incluido uno en India. «Creó la mayor red conventual fundada en España desde Santa Teresa. Se encontró una orden en absoluta ruina, sin vocaciones, con conventos despoblados y ruinosos. Se planteó: “Esto no puede seguir así”, no se puede continuar dependiendo de donaciones y limosnas. Y con criterio empresarial, con actividades modernas e innovadoras, consiguió que los conventos se autoabastecieran financieramente. Su labor social fue ingente, consiguiendo becas y ayudas para niños y desfavorecidos. Su obra más significativa fue la conversión del “Ventorro”, un grupo de chabolas en muy malas condiciones, sin higiene, etcetera, que convirtió en viviendas sociales con escuelas, iglesia e incluso polideportivo», concluye. Murió en el Carmelo de la Aldehuela (Getafe), el 11 de diciembre de 1974. Dicen que cuando falleció, su cadáver olía a nardos.