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Verdún: un millón de granadas para desangrar a Francia

El 21 de febrero de 1916 los alemanes dispararon un millón de granadas contra las líneas francesas.. Comenzaba la mayor batalla de desgaste de la Gran Guerra.
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  • David Solar

    David Solar

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El 21 de febrero de 1916 los alemanes dispararon un millón de granadas contra las líneas francesas. Comenzaba la mayor batalla de desgaste de la Gran Guerra.
Al alba, a las 07:15 horas del 21 de febrero de 1916, los 34 batallones franceses que guarnecían Verdún quedaron sobrecogidas por el formidable rugido de la explosión de una granada de 750 kilos, que impactó en la catedral de la ciudad. El pasmo les duró poco: de inmediato se desató sobre ellos una tempestad de fuego y metralla provocada por 1.220 cañones, de los cuales 800 eran pesados, de 150 milímetros o más. Las trincheras se derrumbaban, las granadas excavaban el suelo levantando cortinas de tierra y piedra que cruzaban el aire barriéndolo todo a su paso. Ese día no amaneció sobre Verdún y lo único que, entre tinieblas, alcanzaban a ver los aterrorizados soldados eran el humo y los fogonazos de las explosiones, los zurriagazos de cascotes de granada y de suelo convertidos en metralla.
El 4 de enero de 1916, Franz Conrad, jefe del estado Mayor Austro-húngaro, le decía al primer ministro Esteban Tisza: «La destrucción de la maquinaria bélica rusa es imposible y no se puede derrotar a Inglaterra (...) Hay que firmar la paz en un plazo no demasiado largo o quedaremos fatalmente debilitados, si no derrotados». Los Imperios Centrales se asomaban a la crisis: Rusia, pese a todos los reveses sufridos, seguía combatiendo y presionando a los ejércitos germano-austriacos; Italia resistía las acometidas austriacas; el Imperio otomano, aunque en Gallipoli había rechazado a los anglo-franceses, retrocedía en Oriente Medio. Y los alemanes estaban atascados en el barrizal francés.
La capacidad de reclutamiento de los Imperios Centrales era poco más de la mitad de la que disponía la Entente: mientras Alemania-Austria-Turquía estaban movilizando quintas más jóvenes de lo habitual, el Imperio británico se nutría de voluntarios y sólo a comienzos de 1916 inició el reclutamiento obligatorio que afectaba a tres millones de hombres, más de los que tenía movilizados. Estados Unidos –que, al final, terminaría aliándose con la Entente– apenas contaba con 200.000 soldados, pero ya tomaba las medidas para multiplicar esa cifra. En 1918, combatían en Francia más de millón y medio de norteamericanos y había otros tres millones y medio en periodo de instrucción. Y si era muy oscuro el porvenir en cuando a efectivos, aún era más negro el capítulo material. Los Imperios Centrales vivían sujetos al racionamiento, cosa que en la Entente sólo sucedía en Rusia y los Balcanes; contando con el granero norteamericano y con sus posibilidades de suministrarse en todo el mundo sólo había un problema, el dinero, y lo estaban consiguiendo en EE UU. Incluso la producción industrial, superior en los Imperios Centrales antes de 1914, estaba siendo superada por la de la Entente, sobrada de energía y materias primas.
El Estado Mayor alemán trató de romper el curso de los acontecimientos. Primera opción: la guerra submarina ilimitada, para interrumpir los suministros de materias primas y alimentos hacia Reino Unido, Francia e Italia, pero existían dos problemas: carecía de suficientes submarinos para garantizarse el éxito y sabía que tal acción implicaría directamente a Estados Unidos. El plan se pospuso a la espera de contar con los submarinos necesarios y de neutralizar a los norteamericanos como combatientes, dado que formar un ejército significativo les iba a costar más de un año.
Segunda: el jefe del Estado Mayor, Erich von Falkenhayn, creyó que la solución podía estar en Verdún, una pequeña ciudad de apenas 21.000 habitantes que cerraba el paso del Mosa hacia la gran llanura de Champaña, puerta del camino de París. Históricamente, los franceses conocían su valor estratégico y la habían convertido en una ciudad fortificada; en el siglo XIX e incluso a comienzos del XX, había sido rodeada por una cadena de fortificaciones de hormigón, pero en el verano de 1914, en el avance alemán a través de Flandes, Verdún fue soslayada y en 1916 estaba poco guarnecida y bastante desarmada. Pero Berlín sabía que los franceses la defenderían con uñas y dientes para sostener el mito y evitar que cambiara el signo de la lucha volviendo a la guerra de movimientos y cogiendo de revés a los ejércitos de la Entente que combatían en Flandes. Eso pretendía Falkenhayn: «No es necesario un gran avance en masa que, además, está fuera de nuestro alcance. Pero dentro de nuestras posibilidades está retener al Ejército francés (en Verdún), ante lo cual su Estado Mayor se verá obligado a lanzar (en su socorro) a cuantos hombres tiene. Si lo hace, sus fuerzas se desangrarán hasta la muerte de Francia»
Los alemanes equiparon todo ese frente de vías férreas por las que llegaron 1.300 trenes cargados con nueve divisiones de infantería, 1.220 cañones y la dotación de 3.000 proyectiles por pieza. Se trataba de que la artillería alemana desangrara a la infantería francesa durante todo el tiempo que París se obstinara en sostener la batalla. Una de las bazas de Falkenhayn fue designar como jefe de la operación al Kronprinz, Federico Guillermo, que no era el más hábil de sus generales, pero eso no sería un problema porque él estaría siempre cerca y la presencia del príncipe le garantizaba que el Káiser no escatimaría medios.
w relevo de París
Y Guillermo II, ganado por el plan, comentó: «El resultado de la guerra de 1870 se decidió en París; el de esta guerra, en Verdún». El terrorífico bombardeo del 21 de febrero pareció darle la razón y más cuando se supo que sólo contaba con unos 30.000 defensores frente a más de 70.000 atacantes y con unos 400 cañones, en su mayoría piezas de 70 ms.; sus fuertes estaban desiertos: el principal de ellos Douaumont, dotado con un batallón, sólo contaba con 58 reservistas.
«Verdún ha sido la mayor batalla de desgaste de la Historia», escribió el historiador militar John Laffin, que había combatido en la II Guerra Mundial y sabía de mortandades y desgastes. Falkenhayn tenía razón: Francia socorrería Verdún, que sería el escenario de una enorme matanza, pero erró en muchas cosas. Su artillería pulverizó la primera línea enemiga, aunque su infantería atacó tarde y tan tímidamente que los franceses recuperaron algunas posiciones; el segundo día los alemanes mostraron una de las innovaciones mortíferas de la Gran Guerra: utilizando 196 lanzallamas, su infantería prosiguió el avance con escasos problemas y ningún ímpetu debido al propósito de «desangrar al ejército francés con la artillería». Al tercer día siguió el martilleo de los cañones y el cuidadoso avance alemán que en esa fecha tomó Douaumont, el más importante fuerte francés. Falkenhayn estaba exultante: «Los tengo donde quería»: sus soldados se ocupaban de enterrar a cinco mil franceses y conducían hacia la retaguardia a 15.000 prisioneros.
Pero el parsimonioso avance permitió que las brechas abiertas fueran cerradas por los refuerzos y por la energía del nuevo jefe, el general Philippe Pétain, que dio una orden sencilla y terminante: «Recuperar de inmediato toda la tierra que hayan conquistado». Uno de sus subalternos, el general Nivelle, haría famosa una consigna: «No pasarán» y, por el norte, embistió al ala derecha alemana. Por el sur, orilla izquierda del Mosa, los pequeños cañones de 70 ms. hicieron gala de su eficacia helando la tibieza del ala izquierda de Falkenhayn.
Comenzó así una interminable batalla en la que se inmortalizaría el genio defensivo de Pétain y la capacidad de sus ingenieros para mantener abierta la «Vía sagrada», una estrecha y tortuosa carretera por la que avanzaban los pequeños camiones a un ritmo de dos por minuto conduciendo víveres, munición y los relevos de tropa, continuos para que los soldados no enloquecieran bajo el continuo rugido de los cañones y viviendo miserablemente mojados, helados y rodeados de muertos. El cirujano Duhamel, famoso escritor, consignó en su diario: «Comemos y bebemos junto a los muertos, dormimos entre los agonizantes, reímos y cantamos rodeados de cadáveres». Y ahí se terminó el éxito de Falkenhayn. Su artillería siguió tronando, pero ya replicada por la enemiga, y su infantería tuvo que emplearse a fondo y con relevos continuos, igual que la francesa. Durante medio año se arruinaron unos y otros. En cinco meses, los alemanes dispararon 30 millones de granadas pero no lograron abrir el camino de París ni terminar con el Ejército francés, que en un 70%, a relevos, combatió en Verdún.
Allí se desangraron ambos bandos: las bajas francesas ascendieron a 371.000 (161.000 muertos y 210.000 heridos); las alemanas a 337.000, en proporción parecida. Tal derroche de sangre no cambió el curso de la guerra.