En las últimas semanas, todas las noticias apuntan hacia el fin de la cultura woke. El presidente electo Donald Trump lo sentenció desde un estrado. El nuevo director ejecutivo de Disney prometió abandonar esa ideología y volver a dedicarse al entretenimiento. La progresista Alexandria Ocasio-Cortez se quitó los pronombres de su cuenta de X, dando la espalda al colectivo queer y trans. ¿Qué más necesitamos para empezar a organizar el funeral del wokismo? También yo estuve convencido –de manera fugaz– de que arremeter contra lo woke en 2025 era como apalear a un perro muerto, pero poco a poco empecé a ver que no debemos juzgar la situación tan deprisa. Basta abrir cualquier diario en internet para ver que seguirá dando la turra un buen rato.
Me centraré en casos españoles recientes. En las últimas semanas, Podemos ha conseguido cancelar un concierto de Diego el Cigala en Gijón, alegando que ha sido condenado por malos tratos. ¿No les basta con la sentencia penal? Añadir una cancelación laboral sólo puede afectar a los ingresos de sus hijos, su banda y los trabajadores de los teatros. Otro episodio llamativo fue el tuit de Irene Montero en la noche de Reyes, acusando de racista a la Guardia Civil por el uso de una antigua campaña donde aparecían Melchor, Gaspar y Baltasar con pasamontañas. Montero asume que se quiere transmitir la idea que sólo la gente de piel oscura asalta hogares. «Racismo institucional», denunció. La Guardia Civil retiró el cartel. El diario El País sigue con sus campañas de #MeToo: tras fracasar contra Carlos Vermut, ahora arremeten contra Eduard Cortés, director de las exitosas series de televisión «Merlí» y «Ni una menos». Tanto Vermut como Cortés han sido ya estigmatizados de por vida en su ámbito profesional, sean declarados inocentes o culpables.
¿Hace falta más ejemplos? Mientras me lo pienso, llega un mail del centro cultural Caixaforum anunciando una conferencia de la activista Lucía Lijtmaer, que lleva por título «Cancelar el derecho a la protesta». La premisa es que «la descalificación de quienes defienden la corrección política fortalece al odio y a la ultraderecha». Con esa tesis, estamos criminalizando a media España, desde Juan Manuel de Prada a Iker Jiménez, pasando por el programa de humor «Las noches de Ortega». Por lo visto, Lijtmaer no parece darse cuenta de quien está cancelando el derecho a la protesta es su propio planteamiento, que es contrario a la libertad de expresión. ¿Puede alguien defender, después de escuchar todo esto, que hay que dejar de escribir contra la cultura woke?
ContraviñetaJae Tanaka
Puestos los ejemplos, me atrevo a subir la apuesta. Lo woke no ha muerto porque sigue dominando el mundo corporativo global. El año pasado llegó a las librerías un potente ensayo que merece mucha más atención: «El malestar de las élites y la revolución de la agenda» (Sekoitia), de Juande González. Entre otras tesis sugestivas, explica el proceso por el que varias generaciones de directivos españoles son educados en la moral tradicional occidental –Derecho Romano, Doctrina Social de la Iglesia–, pero cuando llegan a puestos de responsabilidad no pueden aplicar lo que aprendieron porque les exigen atender a los dogmas de la Agenda 2030. ¿Cómo es posible que con una sola iniciativa woke el globalismo anule todo el trabajo de décadas de universidades como ICADE, CEU y Deusto?
El libro de González explica cómo han cambiado las tornas: en los años sesenta y setenta era la nueva izquierda quien señalaba las teorías de la conspiración de las élites para amargarnos la vida, mientras que ahora es la derecha quien denuncia eso mismo. «Hoy todo ha cambiado. Somos los conservadores quienes nos quejamos de una agenda política sesgada y son los progresistas los que se burlan de nostros y nos llaman paranoicos. Si alguien cuestiona la legitimidad de las instituciones supranacionales y, por tanto, de las políticas que desde ellas se impulsan, es inmediatamente ridiculizado por los medios progresistas y por muchos que, en principio, no lo son», destaca.
Fuertes raíces religiosas
Para situarse en este complejo debate, hace falta ir al fondo del asunto. Lo ha explicado de manera muy clara es Ian Buruma, antiguo director de la revista New York Review Of Books, que tuvo que renunciar a su cargo en septiembre de 2018 por publicar el texto de un colaborador que había sido juzgado, y absuelto, por acoso sexual. Buruma defiende que el problema al que nos enfrentamos tiene fuertes raíces religiosas, en concreto las del puritanismo protestante. «El ritual de las confesiones públicas comenzó en Europa con la Reforma. Mientras que los judíos y los católicos son objeto, siendo niños pequeños, de una iniciación ceremonial para ingresar a sus comunidades religiosas, muchos protestantes, como los anabaptistas, declaran su fe ante sus correligionarios siendo adultos, en ocasiones en los llamados ‘testimonios de conversión’. La idea de la declaración pública fue especialmente importante para el pietismo, una rama del luteranismo del siglo XVII. A su vez, el pietismo tuvo una gran influencia en varias sectas cristianas, incluyendo los puritanos de Nueva Inglaterra», explica en el artículo «La ética protestante y el espíritu de lo woke».
Puede que lo woke esté en declive, pero sigue vivo ese espíritu puritano que domina el debate público desde el advenimiento de la corrección política en los años 80 y 90. Por eso tiene todo el sentido del mundo seguir combatiéndolo en secciones como esta, tome la forma que tome. Otro libro reciente puede orientar en este conflicto: «Un duelo interminable. La batalla cultural del largo siglo XX» (Taurus), de José Enrique Ruiz-Doménec. «La batalla cultural es una forma de conocimiento. Si los individuos no debatiesen a fondo para alcanzar la verdad, no tomaran conciencia de su verdadero papel en la sociedad. (…) Es la batalla cultural la que permite sentir la complejidad de la vida social», explica. La pelea viene de siglos atrás y no depende de ventoleras sino de cosmovisiones culturales enfrentadas.
La clave del wokismo: la confesión pública
Así lo explica Ian Buruma, intelectual víctima de la cancelación, que tuvo que renunciar a la dirección de la prestigiosa revista New York Review Of Books en 2018: «Comprender lo woke como un fenómeno protestante en lo esencial nos ayuda a reconocer la lógica tras algunos de los rituales que se han vuelto costumbre en años recientes: específicamente la disculpa pública. Un elemento que distingue a la tradición protestante de las otras religiones abrahámicas es su énfasis en la confesión pública. Los católicos se confiesan en privado ante sacerdotes que los absuelven de sus pecados, hasta que es tiempo de confesarse de nuevo. En cambio, a muchos protestantes se les alienta a afirmar su virtud haciendo confesiones de fe públicas», destaca. Dicho de otro modo: no estamos ante una moda, sino ante un estilo de vida que abarca desde los telepredicadores vociferantes hasta los programas donde la presentadora Oprah Winfrey absuelve a las celebridades de sus adicciones, infidelidades y otras tantas miserias de la vida.