y Jane Birkin besó el cielo
El Primavera Sound vuelve a superar las 200.000 personas en una edición extrema en cuanto a la variedad de la oferta
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El Primavera Sound vuelve a superar las 200.000 personas en una edición extrema en cuanto a la variedad de la oferta.
Prueba superada. «No, no planeamos crecer más, éste es el festival que queremos». Así de contundente se mostraba la dirección del Primavera Sound, que ayer mostraba sus cifras de asistencia con nuevos y apabullantes récords. En total, cerca de 220.000 personas abarrotaron los 20 escenarios acreditados de un festival que volvía a crecer en espacio. Las tres jornadas principales del Fórum convocaron a 60.000 personas diarias, con gente de 126 países. El público extranjero volvió a crecer y ya supone el 60 por ciento. El único pero que puso la organización fue el estado de los dos escenarios principales que requieren una urgente asfaltación. «Vendemos la marca Barcelona a todo el mundo y un terreno lleno de piedras y desniveles no es la imagen adecuada», concluyeron.
Un Belushi animado
La cita de ayer se abrió con el concierto sorpresa de Shellac en la entrada del recinto, una manera de saludar a los más puntuales. Poco después, Montero, un australiano con pinta de un John Belushi de dibujos animados, de esos amigos que se estampan latas de cerveza a la cabeza y gritan «fiesta toga», daba una lección de entusiasmo, con un rock primitivo, pero efectivo. Al mismo tiempo, Christina Rosenvinge se dejaba la garganta con su nuevo cancionero y Car Seat Headrest seducía con su indie rock para jóvenes, que incluyó que el batería aceptase un cencerro del público y se pasease por el escenario tocándolo como si del mismísimo «Dont fear the reaper» se tratase.
El primer punto de intensidad llegó con el post rock de Lift to experience. Debían ser de Texas porque tenían banderas del estado por todas partes. Eso o estaban muy confundidos de dónde estaban, que con los músicos todo puede ser. Fueran de donde fueran, su canónica revisión del ruidismo melódico sentaba muy bien aquella hora.
Y entonces llegó ella, Jane Birkin, con orquesta de 50 músicos para repasar el cancionero de Serge Gainsburg, el que fuera en los 70 su marido. Los arreglos orquestales elevaron los principios pop del icónico compositor francés al olimpo de la sofisticación. Irónico y subversivo siempre, Gainsburg no parece hecho para el clasicismo, pero Birkin conseguía dignificar el intento. Más recitativo que voz coral transformó el concierto en algo íntimo y confesional. Cuando la orquesta acopló el sonido y sonó un trueno, Birkin mandó un beso al cielo, como si hubiese sido una travesura de Gainsburg.
«Buenas noches, Barcelona», dijo mientras presentaba al encargado de los arreglos orquestales. Siempre delicada, siempre elegante, siempre con un melancólico timbre en la voz, Birkin con una mano en el bolsillo es más expresiva que 200 monos gritando que tienen hambre. En «Vals de Melody» consiguió que la orquesta capturase todo el poema sensual de Gainsburg y provocara auténtica piel de gallina entre el respetable y unos aplausos atronadores.