Fútbol

Grillos en vez de “oles” en la final de la Supercopa

El Estadio de La Cartuja desierto acogió la primera de las tres finales que va a albergar de aquí a mediados de abril

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El rockero Silvio sentenció que Sevilla no tenía por qué explicar que era la ciudad más bonita del mundo. «Que lo explique la segunda». Lo mismo puede decirse de la Real Maestranza de Caballería, principal plaza de toros del orbe taurino porque sí, y que las demás argumenten sus fútiles objeciones. Allí, a diez minutos en coche del estadio de La Cartuja, nunca se dice olé, interjección llana en el dialecto hispalense, «ole», que tampoco suena en los primeros pases de una tanda. «Bien», murmuran los tendidos cuando el diestro aparta el engaño en el par de viajes de tanteo; «ole», truena la afición cuando ya está segura de que hay faena.

Juegan Athletic y Barcelona una final en Sevilla sin que por ello resulta menos pertinente contar cómo habrían saludado los espectadores sevillanos los quiebros de Messi o las arrancadas de Williams de no haberse disputado el partido en un estadio desierto, donde la única banda sonora eran los cantos de los grillos en la gélida noche de La Cartuja. Toda una experiencia, el contemplar deporte de alta competición arrullado por el monótono silbido de estos ortópteros, desde las gradas que temblaban para empujar a Niurka Montalvo en su duelo con Fiona May en el Mundial de atletismo de 1999 o donde el Oporto de Mourinho calló a las hordas caledonias del Celtic –con Rod Stewart dirigiendo los coros desde su palco– en la final de la Copa UEFA de 2003, cuando los rugientes dragones lusos cenaron filete de Glasgow.

Sesenta mil asientos vacíos en un recinto casi cerrado producen un silencio abovedado, como de catedral en misa de ocho de la mañana de día laborable. Antes de la pandemia, la acústica propiciada por el genio de los «Antonios» –Cruz & Ortiz, luminarias de la arquitectura civil andaluza– hacía del estadio de La Cartuja el escenario ideal para, con perdón, batir el récord de decibelios en la pitada a la Marcha de Granaderos –vulgo, himno de España– que tradicionalmente dispensan en su mayoría las aficiones vasca y catalana cuando coinciden en una final. Pero no hay música en los prolegómenos, ¿por qué?, de la Supercopa, así que tampoco ahí encontramos motivos para congratularnos por la «puerta cerrada», una enfermedad de nuestro fútbol que, ay, va camino de convertirse en endémica.

No podían, o sea, sonar «oles» en Sevilla y tampoco está el ambiente político para equiparar este partido a un acto de la «fiesta nacional», que ya sólo es la tauromaquia en la memoria de algunos nostálgicos. Y tampoco había fieras sobre la arena, acaso unos «leones» bilbaínos que apenas se parecen a los de antaño en el elegante uniforme rojiblanco que lucen. El fútbol ha cambiado mucho, en algunos casos para peor, desde cuando para asomarse al área del Athletic eran necesarias espinilleras de cemento y valor legionario templado en las trincheras de Sidi Ifni. Su capitán, Iker Muniain, salta al campo con el pelo embadurnado de potingues y la barbita perfilada con tiralíneas. En fin.

Por faltar, no estaba en La Cartuja ni Luis Rubiales, presidente federativo que se inventó este formato de Supercopa a cuatro para «contribuir a mejorar la situación de la mujer en Arabia Saudí» –hay que tenerla de bronce...– y se lo ha tenido que traer a Andalucía porque los jeques estaban muy preocupados con el virus, pero sólo con el que llevaban los futbolistas españoles y no el que podían contagiar los dos millares de miembros de la caravana del Dakar. En fin (bis) y dejémoslo aquí porque tampoco es plan de cebarse con la misma RFEF que convidó a la prensa acreditaba a un bocata y una chocolatina.

Vayan, pues, deseos de que Rubiales termine su cuarentena antes del 4 de abril, cuando el Athletic vuelva a La Cartuja para la final de Copa del año pasado... dos semanas antes de que se juegue la de este año. ¿Quién dice que la Federación hace cosas raras? Venga, hombre.