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Cuando esto escribo, urgiéndole a la memoria, sólo sé que Blanca Fernández Ochoa ha sido encontrada, muerta, en la Sierra de Madrid. Ha muerto con 56 años, los mismos años que tenía su hermano Paco. Ambos se han ido a la Gloria tras haber sido gloriosos en vida: oro, Paco, en los Juegos de Invierno de Sapporo (1972); y bronce Blanca en los Juegos franceses de Albertville (1992). Blanca tenía dos cualidades hermosas: su agresividad y su sonrisa.

–Blanca, sonríes siempre. ¿Por qué?

–Genes. He nacido así.

Recuerdo que se calló. Y tras una pausa, agregó:

–La sonrisa, en parte, se la debo a los genes y en parte, a mi madre. «Hija, no te quejes, sonríe», me decía.

Era agresiva. Brava. En la pista de nieve y en la vida con espinas. Cepsa la hizo madrina de una trainera en las famosas regatas de la Concha de San Sebastián. La acompañé en aquel viaje. Cenamos, con José María Marín Quemada y Teresa Mañueco, en el famoso restaurante de Juan Mari Arzak. Gracias a su sonrisa y a su espontaneidad, fue la figura del restaurante.

–¿Me firmaría usted un autógrafo? –le pidió una señora, para su hijo.

–¡Claro que sí, con mucho gusto? ¿Es deportista?

–Juega bastante bien al golf.

Ensanchó la sonrisa Blanca Fernández Ochoa:

–También a mí se me da bastante bien –dijo con énfasis.

Al día siguiente, en la regata de traineras en La Concha, cometió una temeraria imprudencia. Se encaró con la embarcación de ETA.

–¡Eh, vosotros! –gritó–. A ver si dejáis de matar.

La cogí del brazo:

–Blanca, no hagas ninguna locura ahora.

Ni se inmutó:

–Si es que es verdad. Es que lo único que saben hacer estos es matar.

Es que ni lo dudo. Ahora mismo está contándole cosas a su hermano Paquito.

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