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Elogio del perdedor

La Razón
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Uno siempre percibió a Johan Cruyff desde Madrid, que es como mirar los toros desde la distancia. Supe del mito por las expresiones angustiadas de los madridistas, que contemplaban impotentes cómo el holandés remataba el ataúd de la Quinta del Buitre. De esa época quedó la sensación indeleble de que el fútbol había que verlo en la cara de los colegas y no en la televisión. Lo que sucede con los ídolos es que suelen estar ligados a los cronicones juveniles y, por eso, cuando se van, se sienten próximos. Al crecer, resulta que a los dioses empiezan a vérseles demasiado las costuras, las texturas humanas, y pierden encanto. De esto han deducido algunos que el hombre adulto no es más que un hombre sin imaginación y sin una solvente inocencia para tener héroes y fraguarse referencias.

De Johan Cruyff se aprendió tempranamente que la victoria relaja la atención y que la derrota ejerce un insospechado magnetismo que impide a los espectadores apartar la mirada de las pantallas. Su «Dream team» atraía muchas admiraciones y rencores entre los aficionados de las demás hinchadas. Pero, en Madrid, las personas privadas de la emoción del gol siempre le agradeceremos la superioridad de su equipo y las oportunidades que eso nos brindó para acercarnos a las rubias desatendidas que languidecían en los bares mientras la peña mataba copas y minis de cerveza sin apartar los ojos de la tele.

En aquellos años disolutos y totalmente desperdiciados, nunca conocí la inquietud que suele despertar el fútbol en los demás. Este país tiende a concentrar el espectáculo público en cosos, los taurinos y los del esférico, pero uno jamás frecuentó estos fosos si no había por medio razones más notables que un toro o un balón. A Cruyff se le comenzó a valorar cuando ya era una leyenda y su nombre se había alejado de las bastardías comunes que desdoran la imagen y carcomen el prestigio. Desde ese horizonte alejado de las pasiones del momento se aprendió lo que muchos ya conocían, que en lo suyo había sido un vanguardista, un esteta de la pelota, como si la manera de mover el cuero en el césped le diera unas nuevas dimensiones al campo.

A los grandes se les suele amar y odiar en sus épocas, pero es a toro pasado –el tiempo es perspectiva– cuando se aprecia su legado. En un deporte de equipo, Cruyff recuperó una idea básica, que me recordaba hace muy poco un periodista deportivo: la importancia del trabajo en equipo, que es justo lo que le dio fuerza a aquel Barcelona sin autoestima, que es justo del que viene el Barça de hoy. En esta época de individualidades, en que todavía hay quien se empeña en tirar de talonario en vez de reivindicar canteras y apuntar al grupo como fórmula de éxito, Cruyff introdujo esta lección esencial y, de paso, regaló un estilo que luego adoptó la Selección española.

Hay quien valora a las personas sólo por los triunfos alcanzados. No faltarán enumeraciones para definir a Cruyff: eso de las listas de copas conquistadas, récords de turno y esas otras obviedades que tan fácilmente pueden airearse y que van dando al personaje su dimensión histórica y pragmática. Pero el Cruyff que se prefiere, que no es otro que el de los legos del fútbol, es el Cruyff elegante de la derrota. A uno, que siempre ha sentido la ine-vitable empatía que despiertan los perdedores, los desdichados, los que caminan con la vida en contra, haciendo de su voluntad, su destino, siempre le ha caído muy bien la «Naranja Mecánica», aquella selección holandesa que no ganó nada, pero que aún se menciona con respeto. Con aquello, Cruyff parece decirnos que para ser recordados basta con no traicionar la identidad, que es la grandeza de uno, su estilo. Una máxima para los más pequeños.