Opinión

La consolación del Colombino y el fútbol de toda la vida

Sin la pasión, el fútbol no sería fútbol: sería un show para tuiteros prefabricado y absurdo como, qué sé yo, como un Mundial envuelto en corrupción que se celebrase, pongamos por ejemplo, en Qatar

Aficionados del Cacereño celebran el próximo enfrentamiento con el Real Madrid en la Copa del Rey
Aficionados del Cacereño celebran el próximo enfrentamiento con el Real Madrid en la Copa del ReyJero MoralesAgencia EFE

El microbús de los periodistas avanzaba con dificultad entre la multitud hacia el Juventus Stadium de Turín, que acogía la final de la Europa League de 2014, año de la defensa del título de Sudáfrica 2010. Un compañero de un medio de tirada nacional residente en Madrid, bendita sea su voluntad de agradar, departía con los enviados especiales que seguían al Sevilla en su duelo contra el Benfica. «¿Qué preferís –osó preguntar–, la tercera Copa de la UEFA del Sevilla hoy o el segundo Mundial de España en Brasil?». Angelito. Algún objeto contundente voló sobre su cabeza y los más templados tuvieron que frenar el impulso de otros vehementes que querían tirarlo a la calzada en marcha. Superado el conato de linchamiento, tomó la palabra el veterano portavoz de la prensa local. «Prefiero que el Sevilla gane la tanda de penaltis de la consolación del Trofeo Colombino a que España gane los próximos diez Mundiales». Fin del debate.

En efecto, después de un mes de contemplar los partidos de las selecciones entre cerveza y amigos, entreverando vistazos a la televisión con conversaciones triviales sobre los planes para el puente de la Purísima o los suspensos de los niños, Sevilla recuperó el pasado miércoles por la noche su interés por el balón. Al sevillista se le desbocó el corazón a pique de infarto cuando Machuca, delantero del Juventud de Torremolinos, encaraba a Dmitrovic al cuarto de hora de partido y al bético se le desvaneció la ilusión de ver a su rival enterrado en el barro cuando el canterano Carlos Álvarez marcó el 0-1 a la media hora. Este partido de la segunda eliminatoria de la Copa del Rey nos devolvía el fútbol nuestro de cada día, a la salud de la familia Al-Thani, de Luis Enrique y del tal Infantino, vaya prenda.

Porque es divertido que España gane y nos disgustamos durante los quince o veinte segundos siguientes a su eliminación de cualquier gran campeonato. No digo que no, pero la pena que impide conciliar el sueño y la alegría que se grita por la ventana, a ver si revienta de rabia el vecino que-es-de-los-otros, sólo son alcanzables en el fútbol de verdad, el que obliga a estar cada fin de semana pendiente de un horario, de un ritual si se juega en casa, de un transistor ya devenido en streaming pirateado si toca jugar fuera, del esguince de nuestro delantero centro, de la quinta tarjeta de los centrales del rival y del árbol genealógico completo de ese árbitro que lleva lustros jodiéndonos la vida.

Sin la pasión, que por definición es irracional, el fútbol no sería fútbol: sería un show para tuiteros prefabricado y absurdo como, qué sé yo, como un Mundial envuelto en corrupción que se celebrase pongamos por ejemplo en Qatar.

Por primera vez en tres años, nos disponemos a celebrar una Navidad de las de toda la vida, sin estar pendientes de un test de antígenos, de los cierres perimetrales o de los aforos en los bares. Cuando los historiadores del futuro estudien este periodo convulso del siglo XXI, sin embargo, no se pasmarán por el encierro gregariamente aceptado por ciudadanos, que se decían libres, ni por la elocuente obligatoriedad del tapabocas de turno. Lo realmente anonadante en estos años infaustos es que la Liga, en realidad todas las ligas del mundo, se ha interrumpido para complacer a un sátrapa que tenía el bendito capricho de plantarle en su pueblo una chilaba a Leo Messi.