Papel
La peña madridista que la guerra destruyó
Tamara, Saed y sus dos hijos la fundaron en Siria, en 2008, con la visita del Buitre. «Fue maravilloso», dice ella. Por la guerra, tras una odisea, huyeron del país y ahora viven en Cuba, lugar de nacimiento de Tamara
Tamara se tapaba con el niqab, con su hijo por fin, con todos los papeles en regla. Iban de control en control, hasta 64 pasaron, escapando de Siria. Era 2014: su hijo, Saed, en edad militar, era bajado en cada control, por los islamistas y también por los miembros del Gobierno, que le pedían los papeles, comprobaban que todo estaba en regla y le dejaban subir otra vez y continuar el camino hacia la frontera turca, esa que no llegaba nunca.
Tamara es cubana, pero en su juventud se enamoró de un sirio que estudiaba el tabaco en su país y se marchó a Alepo, tuvo dos hijos y pasó más de 20 años allí, en una cierta felicidad de clase media. Su marido, Saed, era doctor en Agronomía en la Universidad; ella daba clases de español y sus hijos, mientras, crecían, estudiaban y hacían lo que hacían muchos jóvenes en Siria: el menor jugaba en los juveniles de uno de los clubes más importantes de la ciudad y todos quedaban para ver los partidos del Real Madrid o del Barcelona. «A mí me gusta por mis hijos. Uno es fanático del Real Madrid y otro es del Barcelona». Su marido tiraba más por el Madrid. Eso sucedía cuando el mundo podía ser el mejor lugar posible.
Se reunían con amigos, en casas o en bares para ver el fútbol y conocieron a un profesor universitario de Barcelona. Era el hijo de Francisco del Río, el presidente de la peña El Buitre en Toledo, amigo además del ex futbolista y presidente también de las peñas internacionales de Emilio Butragueño. Un hombre emprendedor, que en 2008 convenció al Buitre y juntos se marcharon a Alepo a fundar la peña de Saed, Tamara y sus hijos. «El Águila de Oro» se llamaba. Según la web del Madrid, sólo hay otra peña más en Siria. Fue un acontecimiento. Se esperaba a 40 personas y fueron 400, la gente reconocía al Buitre, tenían fotos suyas en sus establecimientos y él dejó equipaciones del Madrid.
«Fueron tiempos maravillosos», recuerda Tamara. «Pero todo se fue. Prácticamente nuestra vida, incluidos seres queridos, se ha ido», cuenta, esta semana de noviembre, desde Cuba, donde sus hijos y ella se preparan para ver el fútbol, como hacían en Siria, a miles de kilómetros de distancia. Como si todo pudiera ser igual. «El problema es que aquí no siempre lo ponen en directo y cuando lo vemos en diferido, es menos emocionante».
En Cuba intenta rehacer su vida con sus hijos. Su marido murió poco después de llegar, tras huir ya enfermo, de una Siria en la que no aguantaban más. «Huimos de la guerra, de la situación, no del Gobierno. Nos gustaba cómo estábamos en Siria, vivíamos bastante tranquilos y era muy seguro. Hasta que estalló la guerra». Tamara, su marido Saed y Amjad, el hijo pequeño, se marcharon. El mayor, Saed, se quedó porque quería terminar de estudiar.
El año pasado, con su marido fallecido, Tamara volvió a Alepo a buscar a su hijo. Pensaba quedarse unas semanas y estuvo seis meses. Entró otra vez por una aldea de Turquía, con unos amigos, en coche, soportando algunos controles y llegó a Alepo dispuesta a tramitar todos los papeles necesarios para poder sacar a su hijo. Fue un tiempo raro: un hijo en Cuba y otro con ella en Alepo, una ciudad aún no tomada por los islamistas y en la que podías ver cómo una bomba caía a 300 metros. «Aún me pregunto cómo en una ciudad así podía entrar verdura tan fresca como la que comíamos», recuerda. Había mucha inflación y Tamara pasaba mucho tiempo en casa. Pero había que vencer el miedo. «‘‘Si todo el mundo lo hace’’, me dije, ‘‘yo también tengo que salir’’». Tamara tenía, además, que rellenar los documentos que permitiesen a ella y a su hijo dejar todo atrás. Pasaba mucho tiempo en los edificios gubernamentales, los lugares más peligrosos: ahí se colocaban los francotiradores. Cuando acabó la burocracia, por fin, cogió el autobús con su hijo, en ese viaje con 64 controles entre los dos bandos y su hijo subiendo y bajando, con los documentos siempre a mano. «Le bajaban y a mí se me salía el corazón. También iba mi cuñada, que me decía ‘‘tranquila, tranquila, no te preocupes’’», recuerda Tamara, al otro lado del teléfono, cuando se le quiebra la voz.
«Y en uno de los controles de los islamistas, uno con un arma subió al autobús y vino hacia mí». Aunque iba tapada, casi irreconocible, ya había previsto esa situación: lo único que quería, lo que le había dicho a su hijo, es que no perdiera el control si veía a su madre marchar. Tenía tarjeta de residencia, pero nunca se sacó la nacionalidad siria. Es decir, que seguía siendo cubana y el Gobierno de su país había mostrado su apoyo a Bachar al-Asad. «El hombre armado se acerca y me pide la identificación. Yo le digo que tengo pasaporte y permanencia permanente. Se lo doy. ‘‘Eres cubana’’, me dice». Tamara lo recuerda como el momento más tenso de su viaje, quizá de su vida. «Le respondí: ‘‘Soy cubana y también tan siria como tu madre o tu hermana.’’ Me mira, me devuelve el pasaporte y me dice: ‘‘Buena suerte’’. ‘‘Muchísimas gracias’’, me despido yo».
Pasaron 20 días en Turquía y se marcharon a Cuba, donde sus hijos ahora estudian Medicina, adquieren nuevas rutinas e intentan que no les pueda la nostalgia. «Esa costumbre de ver el fútbol con los amigos no la hemos perdido aquí», cuenta Tamara. «Salvamos las fotos de los chicos sirios del día que se formó la peña y mi hijo los revisa cada rato. Son nuestros mejores recuerdos». Hoy cree que podrán ver en directo el choque entre el Real Madrid y el Barcelona que con tanto temor se vive aquí por culpa de los atentados en París, en los que los asesinos decían «esto es por Siria» mientras disparaban: «No sé hasta dónde va a llegar esto –dice Tamara–. Mi hijo y yo nos preguntamos cómo en un mundo tan desarrollado puede haber mentes tan cavernícolas».
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