Fútbol

Amarcord

Heysel, la masacre que espantó el fútbol europeo

La final de la Copa de Europa entre el Liverpool y la Juventus se disputó el 29 de mayo de 1985 pese al reguero de cadáveres que dejaron los hooligans en los prolegómenos

Avalancha en el estadio de Heysel en la final de la Copa de Europa entre Liverpool y Juventus
Avalancha en el estadio de Heysel en la final de la Copa de Europa entre Liverpool y JuventusGianni FoggiaAgencia AP

Seis años antes de que Queen, uno de los iconos de la cultura inglesa contemporánea, lanzase su tema «The Show Must Go On» («El espectáculo debe continuar»), otro de los emblemas del siglo XX británico, el Liverpool, fue en Bruselas el protagonista involuntario del suceso que inspiró este mandamiento insensible, una especie de nihilismo posmoderno que todo lo sacrificaba –incluso las tragedias más horribles– en el altar de la millonaria industria del entretenimiento. Nadie entendió que aquella final de la Copa de Europa se jugase con casi cuarenta cadáveres aún calientes apilados en uno de los almacenes del estadio Heysel. Nadie, excepto las decenas de millones de telespectadores que vieron el partido en todo el mundo.

El partido entre la Juventus, la plantilla más cara del momento, y el Liverpool, representante de una liga inglesa que había proporcionado al palmarés de la Copa de Europa siete de los ocho últimos campeones, se anunciaba palpitante. Los ingleses defendían el título logrado un año antes en Roma frente al club de la capital italiana. Los turineses habían ganado la Recopa la temporada anterior. En enero, en la Supercopa continental, un doblete de Zibi Boniek, elegantísimo delantero polaco, había derrotado a los Reds y los asquerosos tabloides londinenses clamaban venganza, literalmente, en vísperas de la final.

Sobre las siete de la tarde, una hora antes del comienzo y con Heysel casi lleno ya, los aficionados radicales del Liverpool –los célebres hooligans– situados en la curva de los 200 metros cargaron hacia un sector de aficionados italianos con un perfil familiar, ya que los ultras juventinos, los tristemente célebres Drughi, se encontraban en el graderío opuesto. Se produjo una estampida para evitar la lluvia de golpes que descargaban los hinchas isleños sobre todo lo que se movía y, en la huida, centenares de seguidores quedaron aprisionados contra las vallas, que eran fijas y no tenían salidas de emergencia. Treinta y nueve personas murieron asfixiadas, casi todos de nacionalidad italiana excepto cuatro belgas, dos franceses y un norirlandés.

Los jugadores y dirigentes de la Juventus pidieron la suspensión inmediata del partido, que empezó con más de una hora de retraso –tras el dantesco proceso de acarrear los cadáveres apilados sobre la pista de atletismo y a la vista de las cámaras– por la insistencia de las autoridades belgas, que temían que los hooligans protagonizasen más incidentes si la final no de jugaba y carecían de efectivos policiales adiestrados contra la guerrilla urbana. El encuentro, naturalmente, fue una mascarada que decidió un penalti sobre Boniek, transformado por Michel Platini, que se inventó el árbitro suizo André Daina porque la falta del defensor australiano Craig Johnston se produjo un metro fuera del área. ¡Sólo faltaba que hubiesen ganado los causantes de la tragedia!

Aunque la sanción de UEFA fue rápida y contundente, pues los clubes ingleses estuvieron cinco años sin disputar las competiciones europeas, la respuesta judicial resultó decepcionante, casi ofensiva para las víctimas y sus familias. Margaret Thatcher mostró su faz menos seductora, la de una nacionalista rayana en el supremacismo, para mitigar las condenas de sus compatriotas –todo lo cafres que se quiera, sí, pero al fin y al cabo «our boys»– en el extranjero. La justicia belga sólo imputó a catorce personas, sentenciadas a tres años de cárcel de los que sólo cumplieron la mitad, ya que los carísimos bufetes londinenses que alguien les costeó lograron rebajar en su apelación la catalogación de los hechos hasta el «homicidio imprudente». El gobierno británico sí erradicó a los hooligans cuatro después, cuando murieron casi un centenar de aficionados en Sheffield.