Amarcord
La muerte de Ayrton Senna y los últimos legionarios de la F-1
El fallecimiento del brasileño el 1 de mayo de 1994 obligó a los gerifaltes del automovilismo a primar la seguridad de los pilotos sobre la velocidad
La temporada de 1994 debía ser la de la consagración de Ayrton Senna como el mejor piloto del final del siglo XX. Alain Prost, su archirrival, se había retirado a finales de 1993 tras empatar sus tres títulos y le cedió el volante del dominador Williams Renault, aunque no el dorsal 1. Jubilado el francés, nadie luciría el número que designaba al campeón. La escudería decidió que Magic, como era conocido el brasileño, corriera con el 2 y le asignó a Damon Hill el 0. Todo estaba preparado para un paseo triunfal de Senna, excepto que nadie contaba con un joven llamado Michael Schumacher y su revolucionario Benetton Ford.
La campaña comenzó en Interlagos, la casa de Ayrton, y la pole alcanzada por el ídolo local –que los sábados no tenía rival– no se vio recompensada con la victoria por un fallo en el motor. Ganó Schumacher. Dos semanas después, en el lento circuito japonés de Okayama, una maniobra imprudente volvió a sacar a Senna de la carrera y el piloto alemán sumó su segundo triunfo. El tercer gran premio del curso era el de San Marino en Imola, la casa de Ferrari, donde el brasileño era más que un ídolo tras su paso por la «Scuderia». La pole volvió a ser un trámite para él, pero la presión por ganar se tornó insoportable en aquel domingo 1 de mayo.
El fin de semana había sido dramático. En los entrenamientos libres del viernes, Rubens Barrichello se comió una chicane a 230 kilómetros por hora, se tragó la lengua y salvó su vida gracias a la rápida intervención de los médicos. Menos suerte tuvo el austríaco Roland Ratzenberger, cuyo Simtek colisionó con un muro de hormigón a 314 kilómetros por hora tras salirse en la Curva Villeneuve, y falleció como consecuencia del impacto. Las tremendas velocidades y las deficientes medidas de seguridad habían convertidos a los bólidos en ataúdes rodantes y Senna, aconsejado por el neurocirujano Sid Watkins, jefe médico del campeonato e íntimo amigo suyo, sopesó no correr al día siguiente.
Finalmente, Ayrton Senna se presentó en la parrilla de una prueba que comenzó accidentada, pues un enganchón entre Pedro Lamy y Jyrki Lehto en la salida obligó a salir al safety car, que se retiró al comienzo de la sexta vuelta. En el séptimo giro, con los monoplazas ya lanzados a velocidad de carrera, Magic trazó casi sin girar la vertiginosa Curva Tamburello a 309 kilómetros por hora e, intuyendo que se estrellaba, tuvo tiempo de frenar para chocarse a 211, con tan mala fortuna que una de las ruedas de su vehículo salió despedida y fue a impactar justo en su cabeza tras rebotar en la pared de protección. Fue evacuado en helicóptero al Ospedale Maggiore de Bolonia, donde solo pudo certificarse su muerte… y la carrera terminó con victoria de Schumacher, que ese año ganó el primero de sus siete Mundiales.
Con las muertes de Senna y Ratzenberger se superaron las 40 en la Fórmula Uno desde 1953, un promedio exacto de una al año que ya era intragable para una sociedad que se alejaba del ideal aventurero de mediados de siglo, cuando los pilotos ponían su vida en juego alegremente. Dos días después del accidente, la Federación Internacional de Automovilismo revolucionó las normas de seguridad en monoplazas y circuitos con el objetivo expreso de reducir de forma drástica los accidentes, aún a costa de la velocidad de los coches, que es nada menos que la esencia del deporte. El objetivo se consiguió, ya que durante veinte años no hubo que lamentar ni un solo fallecimiento de un piloto en la categoría reina. La serie, y ahí queda para advertir del peligro que sigue acechando, la quebró el francés Jules Bianchi en el Gran Premio de Japón de 2014, celebrado en Suzuka, que estrelló su Marussia contra la grúa que retiraba de la pista un coche accidentado y moría tras nueve meses de hospitalización.
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