Editoriales
El peor Gobierno posible
Visto lo acordado en los documentos suscritos por los futuros socios del PSOE, Unidas Podemos y PNV –a falta del beneplácito de ERC–, puede decirse que Pedro Sánchez no ha tenido que negociar mucho. Simplemente ha dado cumplimiento a lo que sus aliados le han exigido para conseguir sus apoyos y ser investido. Sólo así puede entenderse el programa de doce puntos que le han obligado a firmar los nacionalistas vascos, donde rompen todos los vínculos políticos que podría quedar con el resto de España. Poco a poco, han ido encajando las partes de este rompecabezas, que no tenía más dificultad, dado lo acordado, que ensayar una sonrisa que oculte las arrugas del cinismo político de su principal impulsor. Presentar el documento suscrito con Pablo Iglesias, quien será su futuro vicepresidente, como una «coalición progresista para que España avance» es un lema insustancial que a estas alturas, después del espectáculo que los coaligados han dado –uno no podía dormir porque el otro sólo quería ser vicepresidente, y lo será al fin– ya no dice nada. A lo sumo, ha sido una manera de vender más caro un producto perecedero, que empezaba a oler. Podemos tiene menos votos que en la anterior legislatura, pero ha sacado mejor parte dada la necesidad de Sánchez: era su última oportunidad para seguir en La Moncloa. Este ha sido el objetivo principal: ni coalición progresista ni mucho menos España. Esta manera de entender la política ha tenido consecuencias en el deterioro institucional: no hay que olvidar que las tres fuerzas principales que llevarán al candidato socialista al Gobierno, UP, ERC y PNV, son abiertas enemigas de la Constitución del 78, declaradamente contrarias a la Monarquía parlamentaria e impulsoras con diferente entusiasmo de la disgregación territorial de España. Lo acordado no es ni siquiera un programa común, sino un reparto de papeles en el que cada uno elige su parte idiosincrática: Podemos, las políticas sociales; ERC, alcanzar un referéndum de autodeterminación pactado y los nacionalistas vascos desarrollar su programa de máximos con la desaparición de cualquier vestigio del Estado hasta la desconexión final. Nunca han tenido a un presidente del Gobierno tan adaptable. Ahora o nunca.
El papel que Sánchez ha dado a la Abogacía del Estado, como un instrumento que favorezca su investidura, ha sobrepasado todos los límites. Los independentistas le pidieron a Sánchez un «gesto» de la Abogacía del Estado que apoyara la idea de que Oriol Junqueras debía haber ocupado su escaño de eurodiputado y se le ha dado tal y como lo exigían, y un poco más. «Mientras que no concurra una expresa declaración de incompatibilidad y anulación del mandato parlamentario europeo (…) el Sr. Junqueras disfruta de las inmunidades que se reconocen a los miembros del Parlamento Europeo», dice el escrito. Y añade algo: podría acudir a la Eurocámara a «cumplir el desempeño de su función representativa en tanto mantenga su estatus parlamentario». Aún y así, ERC muestra reticencias –sabe de la debilidad de Sánchez– porque su objetivo va más allá: mientras llega la excarcelación definitiva –cada vez más cercana– preferirían que el juicio quedara invalidado. La sospecha de que el escrito hecho público ayer fue previamente filtrado a ERC está absolutamente fundamentada, por lo que la titular de Justicia, Dolores Redondo, y la responsable de dicho cuerpo, Consuelo Castro, deben comparecer en sede parlamentaria. No cabe duda de que el destrozo que ha hecho Sánchez en la Abogacía del Estado tendrá consecuencias en esta institución.
Mientras Unidas Podemos da forma a un programa «progresista», lo importante ha quedado definido: una vicepresidencia y cuatro ministerios sociales. Pero no se gobierna sólo con una subida de impuestos a las rentas más altas, ni gravando a las empresas, ni mucho menos derogando la reforma laboral de 2012, ni interviniendo el precio de los alquileres, ni situando el umbral de la riqueza en 130.000 euros. No será lo que suele calificarse como un Gobierno reformista, sino impositivo en todos los sentidos. Precisamente el que quiere poner fin a la crisis abierta por el independentismo catalán no dedica ni una sola línea en su programa, apenas un «abordaremos el conflicto político catalán, impulsando la vía política a través del diálogo, la negociación y el acuerdo entre las partes que permita superar la situación actual».
Son los nacionalistas vascos con sus seis diputados los que han presentado un programa que, literalmente, erradica cualquier presencia del Estado en el País Vasco. Si ellos pueden, ¿por que iban a ser menos los independentistas catalanes, o al revés? De cumplirse los doce puntos que Sánchez firmó con el presidente del PNV, Andoni Ortuzar, se abre la vía una relación bilateral entre entidades políticas diferentes, la vieja aspiración. Hay aspectos de una gravedad que sólo denota la necesidad de Sánchez de sumar votos para seguir en La Moncloa: ha aceptado que la Guardia Civil deje de tener las competencias de tráfico en Navarra –¡en seis meses!–, pero es que, además, el PNV se erige como representante directo de la Comunidad Foral y el PSOE lo acepta, lo que habrá que entender que, de facto, la considera como territorio propio. El nacionalismo vasco –no el Gobierno de España– es el que reclama una solución al «contencioso en Cataluña» que vincula directamente a un nuevo Estatuto vasco, de sabido contenido identitario. Reclamar las «competencias estatutarias pendientes» es pedir también la política penitencia. De ser así, y lo será con Sánchez en La Moncloa, Bildu se sumará con una abstención humillante.
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