Opinión

Illa debe ir a una Comisión del Congreso

La cuestión que es preciso analizar a fondo, para extraer lecciones que permitan afrontar con mayores garantías el futuro, estriba en la ineficacia de la reacción de nuestras autoridades sanitarias.

Es un hecho que ni el Sistema Nacional de Alerta Precoz y Respuesta Rápida (SIAPR), que es uno de los departamentos que integran el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, ni la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica, fueron capaces de calibrar, siquiera aproximadamente, la incidencia brutal que podía presentar la epidemia de coronavirus que había surgido en China a finales del mes de noviembre. Tampoco la red de asistencia primaria pudo avisar tempranamente de la aparición de los primeros casos, que según los últimos estudios del Instituto Carlos III, habían llegado a nuestro país por hasta quince vías de contagio diferentes, entre otras razones, porque coincidieron con el momento más alto de temporada de gripe común, lo que contribuyó a desorientar a los médicos, y, también, porque la información de las autoridades comunistas chinas no fue todo lo clara que exigían las circunstancias. Hubo, pues, un retraso fatal en la alerta, seguido por una reacción igualmente tardía y descoordinada del Gobierno, cuyas prioridad a finales de febrero parecían centrarse en la reforma de la legislación de género y de las libertades sexuales, con un eje simbólico en la celebración el 8 de marzo, que se quería multitudinaria, del día de la Mujer.

Valga este largo preámbulo para situar al lector en el momento del estallido de la epidemia, de tal magnitud que desbordó cualquier previsión y que estuvo a punto de colapsar los sistema hospitalarios de comunidades como Madrid y Cataluña con las terribles consecuencias que todos padecemos. Sin embargo, la cuestión que es preciso analizar a fondo, para extraer lecciones que permitan afrontar con mayores garantías el futuro, estriba en la ineficacia de la reacción de nuestras autoridades sanitarias, encabezadas por el ministro de Sanidad, Salvador Illa, cuando ya era patente el alcance de la amenaza y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, no sólo había decidido solicitar del Parlamento la declaración de estado de alarma, sino encomendar a un mando único de coordinación y control la estrategia de contención de la epidemia.

Entre las funciones de ese gabinete de crisis se hallaba la centralización de las adquisiciones de los materiales médicos y de protección imprescindibles para hacer frente al virus, hasta el punto de que desde el Ministerio que dirige Illa se dieron órdenes de incautar partidas de mascarillas, guantes y otros medios de seguridad para el personal sanitario que habían sido encargados por distintas consejerías de salud de las comunidades autónomas. La centralización de las compras en el extranjero, una vez que se comprobó dolorosamente que nuestra industria, como la del resto de los países occidentales, era incapaz de responder al reto, resultó un fiasco, con dos hitos graves, cuyas consecuencias todavía se están dejando sentir. Nos referimos a los test adquiridos a un laboratorio chino por una empresa intermediaria española, que ni estaba especializada en ese campo ni tenía los permisos necesarios, y a la compra de una partida de mascarillas de alta protección para el personal sanitario, que tuvo que ser retirada por sus deficiencias técnicas, tras haber propiciado cientos de contagios más entre médicos y enfermeras.

A todo ello hay que sumarle la falta de pericia del Gobierno de la Nación para operar en un mercado, por supuesto, difícil por la brutal competencia, y la inexplicable reticencia a coordinarse con las grandes empresas españolas que sí tenían sólidas líneas logísticas con los mercados asiáticos. Creemos que existen razones de peso para que los responsables gubernamentales, en especial, el titular de Sanidad, comparezcan ante una comisión de investigación del Congreso que arroje luz sobre los errores y extraiga las lecciones necesarias.