Opinión

Dos meses de alarma y sin timonel

Pedro Sánchez ha elegido la confrontación, hasta llegar a la ruptura, con el principal partido de la oposición, a cambio de la dudosa táctica de conformar mayorías de circunstancias.

España cumple dos meses con sus ciudadanos sometidos a un régimen de excepción, el estado de alarma, al parecer, sin solución de continuidad, con un Gobierno aferrado a un instrumento de dudosa legitimidad, como si no existiera más alternativa en la lucha contra la pandemia que la supresión de los derechos fundamentales. Por supuesto, no es cierto y cabe preguntarse hasta qué punto podrá asumir la población unas medidas de coacción personal nunca bien articuladas, sujetas a múltiples modificaciones y rectificaciones, reñidas en muchas ocasiones con el sentido común y que han supuesto la imposición de más de 900.000 sanciones gubernativas, muchas de dudosa legalidad, aunque, eso sí, arropadas por una de las campañas de propaganda invasiva más eficaces de la historia.

No es momento de entrar en los excesos cometidos, puesto que ya se han interpuesto las suficientes demandas judiciales como para establecer un futuro marco jurisprudencial, ni, por supuesto, de amparar todo tipo de conductas, pero sí de llamar la atención sobre los efectos nocivos que siempre acarrea la limitación de las libertades democráticas, más aún, cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, insiste en prolongar sus poderes extraordinarios hasta un final de la emergencia de dudosos contornos. Podemos admitir, lo hemos hecho, que fue imprescindible decretar la reclusión de los ciudadanos cuando el estallido de los contagios estuvo a punto de colapsar los sistemas hospitalarios, incluso, si ese asomo al abismo vino precedido del fallo catastrófico de todos los sistemas de vigilancia epidemiológica y alerta sanitaria de que disponía el Ministerio de Sanidad, pero la situación actual es otra y no, precisamente, tranquilizadora.

Si bien ha descendido la presión asistencial, lo que ha dado un tiempo de respiro a nuestros equipos médicos, es un hecho que se siguen detectando nuevos contagios y que centenares de personas mueren diariamente en nuestro país sin que, tras dos meses de encierro, las autoridades sanitarias hayan sido capaces de poner en marcha la única estrategia reputada eficaz, diríamos canónica, para enfrentarse a una epidemia de estas características: el uso general de los test de diagnóstico, el seguimiento de los casos detectados y de sus contactos. Lo demás, por mucho que mejoren las terapias, es vivir al albur de nuevos brotes y, en consecuencia, actuar a remolque de las circunstancias. Y si ello explica, pero no justifica, la errática gestión llevada a cabo por el Gobierno, es de todo punto necesario un cambio de la política seguida hasta ahora. Comenzando por desterrar las pretensión de quienes ejercen el poder, que alcanza ridículos sublimes en el caso del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, de que cualquier alternativa que se pueda plantear a la acción del Gobierno, por más argumentada que esté, es un acto, poco menos, que de traición y, por supuesto, de deslealtad. Nada más incierto. La responsabilidad, lo hemos señalado varias veces, es, fundamentalmente, del presidente del Gobierno y de su Gabinete ministerial. Y no es ni licito ni posible transferirla a la oposición.

Se pueden pretender acuerdos, que sería lo mejor, para articular una respuesta política común, con suficiente respaldo parlamentario. No lo ha hecho así Pedro Sánchez –no se esperaba del líder de la extrema izquierda populista–, que ha elegido la confrontación, hasta llegar a la ruptura, con el principal partido de la oposición a cambio de la dudosa táctica de conformar mayorías de circunstancias, «geometría variable», que le permitan salvar el obstáculo más inmediato. No es la estrategia a largo plazo que demanda la, desafortunadamente, inevitable, dura y larguísima crisis económica y social que le espera a nuestra nación.