Estados Unidos
Bajo el imperio de la Ley
«El populismo y el extremismo son enemigos de la democracia en EEUU y en España»
El asalto al Capitolio ha convertido el miércoles 6 de enero de 2021 en un día negro para historia de Estados Unidos. Hay aún una intensa investigación por delante para dirimir y depurar responsabilidades, pero es un hecho que el inquilino de la Casa Blanca alentó la furia de una muchedumbre y propició que la cólera sobrepasara los muros de la sede de la soberanía nacional norteamericana. Fue una insólita dejación de funciones que desembocó en un escenario de confrontación violenta entre el cuerpo de seguridad de la institución y los atacantes, amén de la violación de un espacio sagrado de la institucionalidad del país. El balance del amotinamiento subversivo fue de cuatro muertos y decenas de detenidos. La locura transitoria o no de quienes orquestaron el asalto costó vidas, pero pudo ser aún peor por el intencionado retraso en prestar la protección que la gravedad del estallido exigía. Donald Trump incurrió en cargos muy serios en lo político y serán los tribunales, si llega el caso, quienes dirimirán si su activismo transgredió otros límites. Desde luego, faltó a sus deberes con el pueblo americano no porque cuestionara el resultado de las elecciones del 3 de noviembre, sino porque, perdida la batalla legal a la que tenía derecho, emprendió una insensata política de tierra quemada sin freno ni tasa, y sin reparar incluso en que la democracia fuera reducida a cenizas como pasto de incendiarios. Aunque la mecha se prendió y los barriles de pólvora que envuelven la convivencia en la nación no son imaginarios, Estados Unidos demostró también al mundo esa doble cara de quien tumbado sobra la lona por la cólera y el fanatismo es capaz de levantarse aferrado a sus poderosas convicciones y sus robustos resortes. Horas después del atentado, de que corriera la sangre, de que se quebrantara la sesión solemne de las cámaras, los parlamentarios retornaron a sus asientos para ratificar la victoria electoral del mandatario electo Joe Biden. Como explicitó el vicepresidente Mike Pence, que comandó la sesión, «fue un día sombrío en la historia del Capitolio de los Estados Unidos, volvamos al trabajo». A lo que siguió que el presidente saliente, a través de un comunicado publicado por uno de sus asesores, aceptara que su mandato llegaba a su fin y se comprometiera a una «transición ordenada». Hay notorias lecciones que aprender de esta tormenta de odio e indignidad sobre Washington, que hizo tambalearse el edificio de la libertad. Sin duda, la sociedad norteamericana está partida, con resentimiento de unos hacia otros, desafección y rabia. Hace cuatro años ya existía ese caldo de cultivo que Donald Trump entendió y que le permitió conectar con al menos 70 millones de personas que aún apuestan y creen en su proyecto y su verdad. Es una parte de la población crítica que se ha sentido desatendida y desplazada y para nada representada por quienes ocuparon la Casa Blanca antes del presidente saliente. Esa carcoma progresó ante la indiferencia del poder. Las llamas continuarán con o sin Trump si Biden se comporta como algunos de sus predecesores. Si los demócratas imponen la revancha, y abusan de su mayoría, se equivocarán gravemente y el país tendrá que prepararse para otra implosión de consecuencias impredecibles. Si Estados Unidos quiere restañar heridas, y ponerse en marcha, necesitará un tiempo de moderación tanto para republicanos como demócratas, desde el convencimiento de que ni todos los que eligieron republicano son sediciosos populistas, ni todos los que se decantaron por los demócratas son revolucionarios socialistas, y que los dos grandes partidos, como sus votantes, comparten valores comunes. Otra enseñanza es que el populismo y el extremismo son enemigos de la convivencia, la libertad y la prosperidad. En Estados Unidos y en nuestro país, y que la democracia es quebradiza y vulnerable a estos falsos ídolos de la política que emponzoñan y manipulan para imponer su verdad absoluta, la que quieren convertir en ley para todos. Contra el pueblo y pese al pueblo. Debemos mirar a Washington, pero sin olvidar que aquí quien se sienta en el consejo de ministros instó a rodear y asaltar el Congreso al grito de «no nos representan», que los aliados del presidente organizaron un golpe contra la Constitución y que todos ellos socavan con despotismo la independencia judicial y la legalidad vigente para imponer aquella que blinde su poder. Es la ley, por tanto, y su imperio, los que preservarán y ampararán los derechos fundamentales de todos. «Si este país llegara al punto en que cualquier hombre o grupo de hombres por la fuerza o la amenaza de la fuerza pudiera desafiar largamente los mandamientos de nuestra corte y nuestra Constitución, entonces ninguna ley estaría libre de duda, ningún juez estaría seguro de su mandato, y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos». Estas palabras de Kennedy siguen vigentes.
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