Editoriales
Una nación exhausta y más dividida
Crece la desconfianza tras un año terrible marcado por el desacierto del Gobierno
Un año después del primer decreto de estado de alarma, el que supuso el confinamiento de la población, de las arengas gubernamentales llamando al sacrificio y a la unidad de propósito, de las promesas de que nadie sería dejado atrás, que ha resultado ser mero voluntarismo, y de la confianza en una solidaridad europea que nos iba a colmar de millones sin pedir nada a cambio, la sociedad española está exhausta, con sus derechos ciudadanos limitados, atónita ante la sucesión de crisis políticas ajenas a sus necesidades más perentorias y con el temor, bien fundado, por otra parte, a una prolongación de la crisis económica que termine con las esperanzas de una pronta recuperación.
Desconcierto y desconfianza tras la amarga experiencia de este año fatal, en el que no se han cumplido ninguna de las previsiones de un Gobierno, siempre a rastras de la evolución de la pandemia, que tras dar por vencido al virus, escogió apartarse de la primera línea de batalla, se refugió de sus responsabilidades detrás de una reedición del decreto de alarma hecho a la medida de sus propios intereses, y cedió, en nombre de la cogobernanza, a los gobiernos autonómicos la tarea de lidiar contra la infección. Un año en el que los socios de Pedro Sánchez, la extrema izquierda y los separatistas, han mantenido sus agendas partidarias contra viento y marea, tensionando a la sociedad con estériles debates ideológicos y con una batería de leyes divisivas, aprobadas por la vía rápida, en un Parlamento sin plenitud de poderes. Un año, por fin, de promesas incumplidas, sin más estrategia, al parecer, que la confianza en unas vacunas que no acaban de llegar en número suficiente y que nuestro país, que tuvo una de las industrias farmacéuticas más potentes de Europa, es incapaz de fabricar. Un año, en fin, en el que la pandemia de coronavirus ha denudado nuestras debilidades como nación, por más que la inmensa mayoría de los ciudadanos, de lo que hemos dado en llamar la «sociedad civil», ha tenido un comportamiento muy por encima de lo exigible. Las muestras de indisciplina frente a las, muchas veces contradictorias, directrices de las autoridades han sido anecdóticas, especialmente, si las comparamos con las revueltas ocurridas en otros países de nuestro entorno.
Sólo el extremismo en Cataluña, ha podido empañar, pero en medida muy menor, el comportamiento de una población a la que se trató puerilmente, como si fuera incapaz de afrontar la realidad de las cosas, al principio de la pandemia. Una población a la que se confundió, primero, sobre el alcance de la infección y a la que, después, se le ocultó las deficiencias de nuestro sistema hospitalario y el hecho de que las autoridades encargadas de velar por la salud pública eran incapaces, siquiera, de dotar de la adecuada protección al personal sanitario. Un año después, España presenta algunos de los peores resultados de la lucha contra el coronavirus en el concierto internacional, con más infectados y muertes que países que nos superan en población, como Alemania e Italia, y, económicamente, ha sufrido una de las mayores caídas de toda la UE. El PIB se ha desplomado un 12 por ciento, el paro, incluso atenuado por los ERTE, supera el 16 por ciento de la población en edad laboral, con mayor incidencia entre los jóvenes y las mujeres, lo que se traduce en los casi dos millones de personas que han tenido que acudir a las organizaciones de asistencia social, como Cáritas o Cruz Roja, ante la imposibilidad de hacer frente a sus necesidades más básicas. No. Frente a los eslóganes con los que nos bombardeó el Gobierno, ni hemos salido más fuertes de la emergencia ni más unidos.
Desde la trágica experiencia reciente, y dada por perdida la Semana Santa, nadie puede garantizar una campaña de verano que pueda amortiguar el hundimiento de la industria turística y parar la sangría del mercado laboral. Mientras, los partidos que conforman el gobierno de coalición parecen más interesados en sus estrategias partidistas, con el episodio de Murcia como paradigma, que en llegar a los grandes acuerdos de Estado que la situación demanda. No será con parches, pagados, además, con el incremento insostenible de la deuda pública, como España superará las graves dificultades a las que se enfrenta. Es preciso un cambio radical de las políticas económicas y sociales que impulsa una izquierda cuyas recetas siempre han fracasado allí donde se han aplicado. Porque si algo nos ha enseñado la pandemia, es que frente a la dura realidad no cabe el voluntarismo.
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