Rey Felipe VI

El papel constitucional del Rey y los indultos

«El papel constitucional del Rey está perfectamente delimitado y es, sobre todo, un notable acierto de la Constitución»

Entre los numerosos aspectos positivos de la Constitución está el desarrollo del Título II referido a la Corona. Con el tiempo que ha transcurrido desde su aprobación, pocos aspectos, salvo la discriminación de la mujer en la sucesión, merecen su reforma más allá de los tópicos que utilizan los políticos poco avezados en la materia, aquellos otros que quieren destruir España o los profesores que desearían participar en un proceso de esas características. Un ejercicio muy útil sería que estudiaran los cuatro volúmenes de los trabajos parlamentarios de la Constitución Española editados por las Cortes Generales en 1980 con una segunda edición de 1989. Está toda la documentación parlamentaria y fue un acierto editarla en su conjunto. Es una obra que he utilizado para mi tesis doctoral de Derecho Constitucional, preparar materiales docentes o publicaciones sobre la materia. En un primer momento me planteé hacerlo sobre la Corona, aunque finalmente fue sobre «El futuro asimétrico del Estado (1978-2000). Los hechos deferenciales en la Constitución», publicado por la Universidad Complutense. He de reconocer que los dos me interesaban mucho y me quedé con las ganas de desarrollar con amplitud la compleja y fascinante cuestión de la jefatura del Estado desde las perspectivas constitucional, histórica y de derecho comparado.

El Título II, formado por diez artículos, es suficiente y completo, porque los aspectos complementarios se pueden desarrollar perfectamente por medio de un Estatuto de la Corona. En una cuestión tan compleja por sus consecuencias como fue la abdicación de don Juan Carlos se resolvió por medio de una ley orgánica. No me pareció la mejor solución, porque un comunicado a las Cortes hubiera impedido que en el futuro podamos tener problemas. El tema está zanjado con el precedente, salvo que se opte por mejorarlo con una ley. Estos días se escuchan y leen cosas sorprendentes sobre cuál tiene que ser el papel del Rey ante el acto debido, meramente formal, de firmar una norma aprobada por el órgano constitucionalmente competente. Otras constituciones históricas otorgaban al monarca la capacidad de decidir si aceptaba o no hacerlo, que es un requisito inexcusable para su entrada en vigor. No estoy a favor de los indultos, pero es un derecho incuestionable del gobierno, siempre que cumpla, como hará, los trámites legalmente previstos. Por tanto, cuál es la razón que serviría de justificación para que el rey no los firmará. La realidad es que no hay ninguna. A esto hay que añadir que se abriría una crisis constitucional de consecuencias desastrosas, porque entre sus competencias no está el negarse a sancionar una norma.

La Corona como jefatura del Estado no tiene nada que ver con la presidencia de una república. Es algo de sentido común, porque no se puede convertir al Rey en un actor político o considerarlo un poder autónomo del Estado. Al igual que los indultos no gustan a una parte importante de los españoles, lo mismo podría suceder con otras leyes o reales decretos donde se podrían esgrimir diversos argumentos. Los indultos son, desgraciadamente, una cuestión de oportunidad política para el gobierno que entra en contradicción con lo que defendía el líder del PSOE cuando estaba en la oposición. Sánchez considera que son útiles en su estrategia para resolver el conflicto con el independentismo catalán y se juega la legislatura con la mesa del diálogo. Una vez más se opta, como sucedió con la anterior reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, por el bilateralismo con los soberanistas, entonces nacionalistas, y la exclusión del principal partido de la oposición.

Es preocupante que los defensores de la Monarquía defiendan que el Rey se niegue a sancionar un acto gubernamental para obligarle a tomar partido. Don Juan Carlos acertó al renunciar a los inmensos poderes que le había dejado Franco e impulsar a una Transición que dio como resultado una Constitución en la que «el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes» (artículo 56). Un presidente de la República es un político y en función de sus competencias puede tomar determinadas decisiones y asumir las consecuencias. Muchas ideas se barajaron antes de la aprobación de nuestra Constitución, pero, afortunadamente, se descartaron y se optó por seguir la misma línea que el resto de las monarquías europeas. Ni siquiera se incluyó la posibilidad de que disolviera libremente las Cortes.

La decisión de los constituyentes fue muy acertada, porque preserva a la Corona de la política. No debe tener ninguna competencia que le otorgue autonomía de decisión más allá de lo constitucionalmente previsto. Esto hace que no puedan surgir conflictos con el gobierno de turno y la sanción es un acto mecánico como es lógico en cualquier monarquía parlamentaria. Hay muchas razones para defender la forma de la jefatura de Estado que elegimos en 1978, pero también hay otras para apoyar una República. La cuestión es que la Corona es útil, eficaz y ejemplar, pero, además, los problemas institucionales y el desafío independentista se afrontan mucho mejor. El papel constitucional del Rey está perfectamente delimitado y es, sobre todo, un notable acierto de la Constitución. Por tanto, lo mejor es dejar a Felipe VI al margen de los conflictos políticos.