Editoriales
No es la luz, es la injerencia política
El mercado eléctrico en España siempre ha estado sujeto a costes impropios
Ha tenido que salir la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, al paso de la presuntas soluciones mágicas, vía decreto ley confiscatorio, propuestas por sus socios de la izquierda radical para abaratar el recibo de la luz, cuyo precio ha vuelto a superar marcas históricas. Es cierto, sin embargo, que el modelo de mercado marginalista de la energía, –que es el que impera en todos los países de la OCDE, incluidos los de la Unión Europea, por el que se marca el precio a partir del último generador que entra en la subasta–, produce efectos indeseados como, por ejemplo, que la energía de origen hidráulico, renovable y de costes variables bajos, acabe por determinar el encarecimiento del kilowatio, pero, en cualquier caso, la opción sugerida por Unidas Podemos de nacionalizar esa fuente energética no sólo choca con la debida seguridad jurídica, sino con las reglas comunitarias que impiden vender por debajo del coste de producción.
Por supuesto, nada protege al consumidor del efecto contrario, es decir, la elevación artificial de los precios por parte de las administraciones públicas, mediante la inclusión en el sistema eléctrico de normas reguladoras, impuestos y restricciones a la libertad de mercado que distorsionan el juego limpio de la oferta y la demanda. En ese sentido, culpar a las empresas eléctricas, que son, no lo olvidemos, sociedades mercantiles que deben generar beneficios, de maniobrar en los márgenes que les deja la injerencia política, raya la demagogia. Más aún, cuando factores externos al sistema, pero incorporados por los distintos gobiernos, como es el de las emisiones de CO2, en su mayor parte en manos de fondos especulativos de China y Estados Unidos, actúan como una suerte de «cisne negro» sobre las previsiones del precio de la energía.
Porque la realidad es que sólo un 30 por ciento de la factura de la luz que pagan los españoles tiene que ver con el coste real de la electricidad, incluso si se incluye el margen de beneficio de las empresas operadoras. El resto son costes regulados, primas, compensaciones de tarifa e impuestos que vienen determinados por unos gobiernos muy poco inclinados a renunciar a unos ingresos fiscales, esos sí, caídos del cielo. Los ciudadanos deben ser conscientes de esta realidad, pero, también, de que el proceso de descarbonización de la energía, que impulsa con denuedo y prisas la Unión Europea no es, precisamente, barato, para que cuando llegue la factura de la luz sepan de qué estamos hablando.
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