Editorial

Peligra una Europa que se salta las leyes

El cumplimiento de las normas comunitarias en materia judicial no puede quedar al albur de las interpretaciones de parte ni, mucho menos, condicionarse a la obtención de un respaldo mayoritario entre los socios. Ciertamente, nada puede ser peor para el proyecto de una Europa unida que volver a las políticas del doble rasero, en las que priman los viejos estereotipos nacionales, que, inevitablemente, se resuelven en el agravio. Nos referimos, por supuesto, al caso del fugado Carles Puigdemont y a la resistencia de algunos tribunales locales a cumplir el mecanismo de la Euroorden, instrumento jurídico comunitario en vigor desde enero de 2004, y que parte del principio inexcusable del de reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales, por entenderse que las administraciones de Justicia de los países miembros de la Unión Europea gozan de las mismas garantías de equidad, independencia y sujeción a las leyes que dan naturaleza a las democracias.

A partir de ahí, cualquier consideración sobre la licitud de la euroorden que no se encuentre tasada entre los motivos de denegación previamente establecidos se traduce, simple y llanamente, en la desconsideración del tribunal que la expide, como si sus credenciales democráticas y su sistema de Justicia fueran de peor condición. En este sentido, nada hay que legitime a los tribunales belgas para rechazar la orden de detención y entrega de Carles Puigdemont, puesto que ni se trata de un menor ni ha sido ya juzgado por el mismo delito ni es sujeto de un decreto de amnistía por parte del país ejecutor de la euroorden, que son los tres motivos de denegación obligatorios que contempla el mecanismo comunitario. De igual forma, el delito del que se acusa al ex presidente de la Generalitat de Cataluña se contempla en todos los códigos penales europeos, incluidos, por supuesto, el de Bélgica, aunque puedan diferir en la tipificación del mismo. Nos hallamos, pues, ante un claro caso de desprecio a la legitimidad de los tribunales españoles por parte de las autoridades de un país socio de la Unión Europea que nuestro Gobierno no debería haber dejado pasar sin aplicar el principio de reciprocidad.

Todo lo contrario. Se ha dejado que sea el propio órgano vilipendiado, el Tribunal Supremo, quien defienda su derecho y el cumplimiento de las leyes que nos hemos dado entre todos los europeos. Con todo, lo peor no es la mala opinión que pueda tener tal o cual individuo sobre la calidad democrática de las instituciones españolas o, incluso, de todo el país, puesto que hay prejuicios que arraigan y se mantienen, sino la sensación de agravio que este tipo de actitudes extienden entre una ciudadanía que, como se ha visto en el caso de la bandera arriada en París, cada vez recluta más adeptos en las filas de los euroescépticos.