Editorial

La crisis de la gasolina desarbola al Gobierno

Es un hecho que los gobiernos que forman parte de la Unión Europea han perdido parte de su autonomía a la hora de intervenir en los mercados, pero ello no significa que carezcan de los suficientes instrumentos de gestión para, por ejemplo, afrontar una crisis como la de la subida de precios de unos combustibles que están sujetos a una tributación fiscal extraordinaria y, por lo tanto, son susceptibles a la intervención gubernamental por la misma vía.

Sin embargo, asistimos al insólito espectáculo de un Gobierno enredado en sus propias cuitas internas e inoperante al que se le está yendo de las manos una huelga de transportistas que pone en jaque nada menos que el abastecimiento de productos de primera necesidad. Que ningún representante del Ejecutivo se haya avenido, siquiera, a escuchar las demandas de unos camioneros, autónomos o de pequeñas y medianas empresas, que, simplemente, no pueden trabajar con un diésel en los actuales precios, es la mejor prueba de lo que denunciamos.

Todo ello, además, envuelto en la ya habitual ofensiva de la propaganda gubernamental, que llena los titulares de propuestas y anuncios que nunca acaban de sustanciarse. Así ocurre con la nueva estrategia nacional de respuesta a las consecuencias de la guerra de Ucrania, cuyo pomposo nombre renunciamos a transcribir, que, como primera providencia, topa con la negativa de sus socios de la izquierda radical a todo lo que no sea freír a impuestos a las malvadas compañías eléctricas, que, dicho sea de paso, operan en un mercado regulado y, por lo tanto, con las reglas de juego preestablecidas por los poderes públicos.

A este respecto, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, parece dispuesto a repetir las mismas tácticas de la pandemia, tratando de mutualizar la crisis con los partidos de la oposición, a quienes, bajo apelaciones a un supuesto patriotismo, en este caso, europeo, se pretende girar un cheque en blanco para que lo firmen. Hasta ahora, el Ejecutivo ha ido ganando tiempo, sin duda, a la espera de que escampe la situación o, apoyándose en las nuevas circunstancias, se consiga cambiar las políticas energéticas de la Unión Europea, cuestión nada fácil.

tiempo corto, puesto que acaba el 29 de marzo, pero que ha servido al inquilino de La Moncloa para no tener que tomar la única decisión plausible, como es la reducción de la fiscalidad de los combustibles, al menos, los de uso profesional, que están ahogando al sector del transporte, pero, también, a la Agricultura y a las empresas electrointensivas. Lo cierto es que todo indica que la última opción que contempla el Gobierno es bajar unos impuestos que, merced a la inflación en alza, suponen unos ingresos extra nada desdeñables para Hacienda. Es decir, más presión fiscal, lo que no deja de ser consustancial a las políticas económicas de nuestra vieja y reconocible izquierda.