Editorial
Las insólitas prisas del fiscal general
El «dedazo» del fiscal general vuelve a traer a colación la incómoda situación jurídica y constitucional de la Fiscalía española, a caballo entre su condición de órgano inscrito en el ámbito del Poder Judicial, por definición, independiente del Poder Ejecutivo, y su subordinación de facto a la Presidencia del Gobierno.
No es fácil explicar las prisas del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a la hora de proponer a su antecesora en el cargo, Dolores Delgado, para ocupar la plaza de fiscal de Sala de Memoria Democrática y Derechos Humanos cuando concurren en la candidata, al menos, dos circunstancias que aconsejarían acogerse al principio de prudencia. Nos referimos al hecho de que el Tribunal Supremo está examinando todavía si se ajustó a derecho su nombramiento como fiscal de Sala de lo Militar y, también, al hecho manifiesto de que el despacho de abogados de su actual pareja sentimental, Baltasar Garzón, se ha convertido en un referente en materia de Derechos Humanos y crímenes de lesa humanidad.
Si, además, una aplastante mayoría de los vocales del Consejo Fiscal consideran que la designación de Dolores Delgado debería esperar a las conclusiones de la Inspección Fiscal sobre supuestas causas de incompatibilidad, es fácil colegir que nos hallamos ante una motivación extraprofesional que en nada abona al prestigio del Ministerio Público, ya de por sí tocado ante buena parte de la opinión pública por el perfil extremadamente partidista de algunos nombramientos.
Por supuesto, no albergamos la menor intención de poner en entredicho las capacidades profesionales de la fiscal Delgado, pero su pasada condición de diputada del Grupo Socialista en el Congreso y ministra de Justicia con el primer gobierno de Pedro Sánchez dejan mucho espacio a las sospechas de un acto de puro personalismo que puede desmerecer esa misma carrera profesional. En ese sentido, si Álvaro García Ortiz pretendía favorecer a su mentora, adelantando su designación con unas elecciones generales ya convocadas, le ha hecho un flaco favor.
Consideraciones personales aparte, el «dedazo» del fiscal general, miembro de la minoritaria Unión Progresista de Fiscales, tradicionalmente vinculada a las posiciones de la izquierda socialista, vuelve a traer a colación la incómoda situación jurídica y constitucional de la Fiscalía española, a caballo entre su condición de órgano inscrito en el ámbito del Poder Judicial, por definición, independiente del Poder Ejecutivo, y su subordinación de facto a la Presidencia del Gobierno.
Es una anomalía en la concepción del Estado de Derecho, puesto que el Ministerio Público, que es el garante del principio de legalidad en cualquier democracia que se precie, funciona bajo el principio de Jerarquía, es decir, que tiene en su cúpula a un funcionario nombrado por el gobierno de turno. Como ocurre con la demanda de cambiar la actual elección parlamentaria de los vocales del CGPJ, que, ahora, lleva al inevitable mercadeo entre partidos, también se impone un cambio legislativo que garantice la mayor independencia de la Fiscalía.
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