Editoriales

El orden público es la base de las libertades

No parece que los representantes de la ley reciban por parte del Gobierno el trato al que les acredita su labor.

Coche de Policía Nacional
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Si España es uno de los países más seguros del mundo se debe, entre otros factores, a la buena sintonía de la Magistratura con las Fuerzas de Seguridad. Nada debería tranquilizar más a los ciudadanos que la convicción de que, salvo en casos extremos, la actuación de policías y jueces, profesional y estrictamente ajustada a la ley, es el principal valladar contra las injusticias y la garantía de que sólo los culpables probados de un delito sufrirán el reproche penal.

No parece, sin embargo, que los representantes de la ley reciban por parte del Gobierno de la nación el trato al que les acredita su labor, ni, por supuesto, salarialmente, con discriminaciones de salarios y de jornadas laborales absolutamente injustificables, ni, también, porque alienta una reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana que, cuando menos, los convierte en sospechosos a priori en cualquier intervención que exija el uso de la fuerza.

Es más, la reforma propuesta, que busca contentar a unos colectivos de izquierda y nacionalistas que consideran como bien privativo los espacios públicos que pertenecen a todos los ciudadanos, introduce en el ordenamiento jurídico criterios, como la eliminación de la comunicación previa de una manifestación, que pueden suponer un riesgo cierto contra la integridad física de las personas, impidiendo que las autoridades policiales preparen adecuadamente las medidas de prevención. Baste imaginar una coincidencia en tiempo y lugar de dos convocatorias impulsadas por grupos extremistas de distinto signo para hacerse una idea cabal de la insensatez de la legislación que se debate.

Y no se trata, como afirman quienes siempre han visto a los cuerpos policiales como «fuerzas represivas», de evitar el menoscabo de la libertad de expresión, de manifestación o de opinión, derechos que se vienen ejerciendo en España con absoluta normalidad, al menos, hasta que los grupos antisistema comienzan con el festival incendiario de contenedores, la destrucción del mobiliario público y el asalto a los establecimientos comerciales. Si, además, se rebajan las sanciones, se dificulta la identificación de los bárbaros y se reducen los medios de defensa de los policías pondremos un cóctel potencialmente explosivo en las calles y plazas de nuestras ciudades.

Con todo, lo peor es el desprecio de un sector de la clase política, para el que los escraches eran «jarabe democrático», hacia las opiniones bien fundadas de unos profesionales de la seguridad y la judicatura que, desde la experiencia acumulada, pero, también, desde la formación, conocen mejor que nadie los problemas de seguridad, cada vez más complejos, a los que se enfrentan las grandes y pequeñas ciudades. Así que menos poner en duda su palabra y su entrega, y más reconocerles como se merecen. De esto se trató la manifestación de ayer en Madrid.