Educación
Enseñanza online: hemos cambiado, somos mejores
Una mañana, el mundo dejó de ser como era y las aulas llenas de estudiantes se convirtieron en programas informáticos de docencia online.
Una mañana, el mundo dejó de ser como era y las aulas llenas de estudiantes se convirtieron en programas informáticos de docencia online. Aunque todos deseamos volver a la normalidad, la experiencia de la enseñanza a distancia está despertando en la comunidad educativa virtudes que, por fortuna, perdurarán más allá de la cuarentena. Somos más familia, valoramos más nuestra suerte, estudiamos con más autonomía y ya no tenemos miedo a crecer.
No es justa mi premisa de partida. No lo es porque voy a defender todo lo que encuentro que la Universidad le ha sacado de positivo a una indeseable experiencia –la de la pandemia del coronavirus– desde la afortunada óptica de un centro, la Universidad CEU San Pablo, que ya contaba con los recursos informáticos suficientes para trasladar toda su docencia al entorno digital. En estos días he pensado mucho en mis compañeros de otras instituciones cuya vocación les impulsaba a seguir dando clase pero que se topaban con el muro de una tecnología que no se pone en marcha en dos días ni a fuerza de Real Decreto.
Lo que todos compartimos es ese deseo casi innato en nosotros de seguir enseñando bajo la lluvia torrencial de inconvenientes. Lo hacemos, por supuesto, por amor al conocimiento. También, claro está, para que nadie pierda este curso. Pero sabemos que hay un último aspecto nada desdeñable: mantener un ritmo de estudio lo más parecido posible al previo al coronavirus otorga a la vida de nuestros jóvenes un cierto orden en medio del caos, sitúa frente a ellos una meta que alcanzar, desvía momentáneamente la atención del drama que vivimos y les demuestra que aquí no hay tiempo perdido.
Soy un tanto “pueblerina”, de esas que cuando tiene que ir a un sitio importante por primera vez, realiza el mismo recorrido el día antes para no perderse, así que en mi primera mañana (soy de las que dan clase a las 8.00) frente a la enseñanza digital, reconozco que ya fui aprendida. Muerta de miedo, les pedí ayuda a dos mis alumnas –gracias desde aquí a Elisa y María–, para que simuláramos una clase online la tarde antes, y así comprobé que todo funcionaba. Ya había asistido a cuantos cursos se habían organizado en la “semana del caos previa al cierre” y me había embebido de todos los vídeos tutoriales que encontré, como hacen mis hijos cuando no entienden un problema de física.
Y de pronto nos encontramos a varias semanas de nuestro forzado paso a la enseñanza online con la constatación de no pocas y gratas sorpresas. La primera es que los profesores nos hemos exigido tanto a nosotros mismos ante nuestra nueva situación que las clases están resultando muy enriquecedoras. La creatividad para mantener la atención en el entorno digital nos lleva a sacar lo mejor de nuestros conocimientos. La segunda gran sorpresa es que todos, todos, todos mis alumnos vienen a clase. No me cabe duda de que muchos de ellos lo harán movidos por el amor al saber, pero no nos engañemos, para otros sencillamente no hay plan alternativo mejor y, en todos los casos se da la circunstancia de que sus padres se han quedado en casa teletrabajando y ya no hay posibilidad de quedarse en la cama alargando el sueño. Sea como fuere, ahí están, al otro lado de la pantalla, a las 8 como un clavo.
Pero el mayor cambio lo siento en esa forma de entender el vínculo entre profesores y alumnos que, sorprendentemente, nunca había sido tan fuerte a pesar de que ahora “nos vemos menos las caras”. Creo que la razón estriba en que los profesores universitarios, con su ethos a cuestas, son para los estudiantes uno de los más importantes referentes adultos junto con sus padres. Ante la situación de absoluta incertidumbre, este lazo con el mundo adulto se ha convertido para ellos en tabla de salvación para no naufragar en un pesimismo que se acrecienta en estas mentes jóvenes y despiertas para las que permanecer entre cuatro paredes es aún más duro. Ese lazo se estrecha cada día, sin riesgo alguno de contagio, y nos ha vuelto a todos más cercanos, más humanos, más encuentro en el saber, que es el verdadero sentido de la universidad.
No todo ha sido un camino de rosas. De hecho, aprendemos alumnos y profesores a marchas forzadas. Para empezar, en los primeros días de clase los abrumamos con tal cantidad de tareas obsesionados con que aprovechasen el tiempo, que las lágrimas les anegaban los ojos como si se enfrentasen al último examen de sus vidas. Además, tenemos mucho que aprender. Dar clase frente a una cámara nos roba esa información crucial de los silenciosos rostros del público: se duermen, se aburren, no entienden, les gusta, se ríen, se sorprenden… No hay más que muñequitos vacíos al otro lado, porque las conexiones de muchos alumnos no soportan tener siempre el vídeo encendido. Así que no paramos de preguntar si nos siguen, si se entiende, si aprenden… porque el resultado de la clase no es solo si los requerimientos técnicos funcionaron correctamente.
Hay contras. Y nada nos apetece más que volver a las aulas. De hecho, estoy convencida de que el primer día de libertad, que será un lunes, allí estarán todos como un clavo a las 8, más felices de lo que nunca estuvieron. Pero volverán cambiados y mejores, porque en este tiempo de confinamiento han descubierto algo que no conocían: una enorme capacidad de autonomía, una sorprendente iniciativa propia, la gestión adecuada de su tiempo, una mejor organización de su vida y un amor por los estudios, aunque solo sea para salir de la desidia, que valorarán ya por siempre. Son la “generación coronavirus” y serán aún mejor de lo que eran.
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