La investidura de Sánchez

Los cuentos y las fábricas: ¿Se acuerdan de que, según Sánchez “Torra es un racista”?

A santo de qué va Europa a discutir el prestigio de una gente que parece decisiva para conformar el nuevo gobierno. ¿Se acuerdan de que «Quim Torra es un racista»?

Fachada del Congreso
Fachada del CongresolarazonPlatón

Avanzan saludables las conversaciones por el Frankenstein II y se imponen tres precisiones. Recordar, primero, que el etiquetado solía repetirlo con gusto Alfredo Pérez Rubalcaba, hombre inteligente y sensato, que lógicamente apenas dirigía la palabra al urdidor de semejante engendro, comandante en jefe de la política fake. Respecto a la catadura moral de Pedro Sánchez, poco que añadir, más allá de que su propio partido, cuando todavía respiraba, cuando mantenía a flote las constantes vitales, logró quitarle la púrpura y hasta la urna tras la cortina, y lo envió de cabeza al peugeot de vendedor de merengues mágicos y ungüentos contra la calvicie, espantado por la deriva del amigo, copete de malas intenciones, y su espantosa, radical, absoluta falta de principios, y si no le gusta tengo otros.

Comentar de paso que el número de independentistas sigue igual de lozano, si no más, que cuando en España gobernaba el centroderecha. Los más viejos, y no tanto, recordarán el mantra, que el Pp era una máquina de fabricar independentistas y blablablá. Siempre me pregunté a qué Pp se referían. ¿Al del Majestic y el catalán en la intimidad, al de las transferencias del IRPF y el IVA, al de la cabeza de Vidal-Quadras en una pica? Ah, no, que resulta que el objeto de los ataques fue un Mariano Rajoy que con ocasión de una llamada telefónica de unos graciosos haciéndose pasar por Puigdemont ya derrapaba para ofrecer a los simpáticos humoristas mesa, mantel, traductores, té con pastas y hasta carteras. En realidad los números y colas del independentismo, los ejércitos de la secesión y las escuadras xenófobas no crecieron ni siquiera tras la impecable sentencia del Tribunal Constitucional, que puso brida a unos excesos incompatibles con una Carta Magna que no puede reformarse con los meros votos de un congreso local, así en España como en Mississippi, por muchos que sus electores campen por el monte. El nacionalismo, tal y como han razonado el profesor Félix Ovejero y otros, vive de alimentarse con las polémicas y exigencias que él mismo genera, en una suerte de partenogénesis sin vocación de cierre, prolongada de forma infinita hasta alcanzar sus últimos objetivos, sea por lo civil o por lo criminal. Sus metas desembocan de forma inevitable en la destrucción de la nación laica, de ciudadanos unidos por la Constitución y el DNI, y su atomización en otras tantas entidades. Bien que regidas y auspiciadas en virtud de los argumentos más carpetovetónicos imaginables.

Añadir, al fin, que cuando los jueces europeos dictaron así, cuando revientan su propia jurisprudencia en el sentido de que el europarlamentario lo sería en el momento de ser elegido, con independencia de lo que diga la legislación nacional de cada país, y sobre todo cuando el europarlamento cursa de forma inmediata la orden del tribunal y concede sin más dilaciones el acta provisional a los fugados, se limitan a tratar como aparentemente merecen a unos tipos a los que el PSOE trata de socios válidos. A santo de qué va Europa a discutir el prestigio de una gente que parece decisiva para conformar el nuevo gobierno. Lo que no puede ser y además es imposible es que sean otros, Europa, occidente, el mundo al completo, la Santa Madre Iglesia, el Rock and Roll Hall of Fame, la Liga Profesional de Fútbol o la Confederación de Planetas Unidos Frente a la Amenaza de la Estrella de la Muerte, los que den por malos a quienes los políticos españoles principales asumen como buenos. Lo que no tiene un pase es que el PSOE, Sánchez mediante, acepte negociar con los mismos tíos que hace tres días asesinaban a los miembros de su propio partido (no exagero: ERC fue de la mano a las europeas con Bildu; por no hablar de lo ocurrido en Navarra). Lo que no hay dios que trague, sin vocación suicida, es que el hombre llamado por el Rey para formar gobierno dedique sus días a enviar emisarios a las cárceles para tratar del futuro gobierno con unos dirigentes políticos condenados por el Tribunal Supremo por sedición. Lo que nadie entiende, ni en el Brooklyn donde escribo ni en Bruselas ni en Krypton, es que la democracia española se permita el lujo decadente y letal de tratar como interlocutores dignos de respeto a los mismos fulanos que, insistimos, trataron de dar un golpe de Estado. O que Sánchez le descuelgue el teléfono al «Le Pen de la política española». ¿Recuerdan? ¿Se acuerdan de que «Quim Torra es un racista?». O que firme el anticipo o borrador del monstruo Frankenstein con un tipo convencido de que en España hay presos políticos, Pablo Iglesias, claro. O, incluso, en el colmo del delirio, apalabre un ministerio con otro elemento, Alberto Garzón, que viene de escribir que la cúpula judicial española agoniza, podrida de ultranacionalistas. Cuando cualquiera de nosotros nos preguntamos por las razones de Europa, madrastra Europa, haríamos bien en cuestionar las sinrazones de un país que ofrece a sus enemigos y en bandeja todos los argumentos y todos los venenos necesarios para su rápida implosión. Somos nuestros peores enemigos y aspiramos a que nos rescaten como Kim Novak en Vértigo. Pero incluso James Stewart acabó hasta el mismísimo sombrero de la rubia.